
Nevi Chiappero de Guillen, fallecida poeta oriunda de Pampayasta y muy reconocida y querida en nuestra ciudad, les dedicó este cuento a varios de sus amigos
El mediodía de julio luce un azul purísimo en su cielo y el sol, sin la más mínima presencia de nubes, envuelve el paisaje con una acariciante tibieza amarilla que contrasta con la helada brisa nocturna.
Gustavo y Marcos, aprovechando la libertad sabatina, caminan por la calle de álamos y se dirigen hacia el pueblo, tan cercano, del otro lado del río.
Al atravesar el puente no pueden evitar, como casi todos los días en que realizan este recorrido, mirar hacia el río. ¡El Tercero!, legendariamente caudaloso, con sus islotes de sauces y madreselvas, su misterioso e incesante pasar de agua, lejanísima mensajera de la serranía. La ausencia de lluvias de la temporada invernal hace que el cauce parezca más ancho y profundo, desnudando nuevas islas, troncos apenas sumergidos y zigzagueantes y pequeños cursos de agua transparente. “El río está bajo”, al decir de los lugareños.
Apoyado en las barandas de cemento y en amable contemplación hacia el fondo del río, Gustavo descubre allá cerca de la barranca del lado norte, un movedizo destello de escamitas doradas. ¡Son mojarritas! Y con el entusiasmo en los ojos invita a Marcos a explorar el cardumen. Ambos descienden por la costa abrupta. La barranca llena de talitas, chañares, algarrobos y sauces, permite que la honda pared de tierra socavada durante siglos por el agua, sea la confortable vivienda de una variada familia zoológica, cuises, comadrejas, zorros, alguna temida y oculta yarará.
Los dos niños, con los oídos aguzados por los profundos silencios de la vida campesina, acostumbrados a diferenciar el trino de los distintos pájaros, saben percibir cualquier sonido extraño y al pasar cerca de una cueva son atraídos por un gruñido sordo.
Cautelosos, se acercan y descubren dos cabecitas llenas de feroz espanto ante la presencia humana: ¡gatitos! Pero…, no son gatos domésticos. Los animalejos muestran, en sus tiernos cuerpecitos, una maravillosa piel atigrada como terciopelo con manchas floreadas con grises oscuros, casi negros, sobre un gris pardo claro. La cabeza ancha y fuerte, con orejas cortas y puntiagudas, ojos con un amenazante brillo de terror: ¡son gatos monteses! Especie lamentablemente casi exterminada en la zona.
Con la prudencia que les aconsejan las garras felinas más que el respeto por la libertad animal, los niños siguen con su plan de pesca y, terminada la tarde, regresan al hogar.
Pasan varios días. Los niños realizan una nueva caminata. Eugenio, un compañero de escuela, comparte el paseo. Al atravesar el puente, descubren el cuerpo de un gato, exánime, magullado, con evidencias de haber sido aplastado por un automóvil. Es una joven hembra que presenta los mismos rasgos físicos de huraños ocupantes de la cueva. Rápidamente llegan a una conclusión: la hermosa gata muerta es la madre de los feroces pequeñuelos.
Descienden atropelladamente la barranca, llegan a la cueva y la encuentran vacía. Organizan, afanosos, una búsqueda por los alrededores. Los arbustos y las matas de pasto seco dificultan la tarea.
Separados entre sí, hambrientos, asustados, sin el alimento y el calor materno y con la instintiva capacidad para la caza aún no desarrollada, los gatitos están expuestos a una muerte segura. Los niños no cesan en su esfuerzo hasta hallarlos. Impulsados por la compasión desafían zarpazos, mordiscos y rasguños. Los gatitos desvalidos ceden al final a la protección de las manos infantiles.
Al subir otra vez al puente para dirigirse al pueblo, se encuentran con Gerardo, otro compañero de escuela, y su mamá. Los hacen partícipes del hallazgo e invitan al niño a compartir la crianza de tan singulares bebés.
Dedicado a Gerardo y Teresita Lubatti, Eugenio Casa y Marcos y Gustavo Slay.