Entre la tierra, la lluvia, el calor o el frío, ellos surcan las calles sin inmutarse.
Son cinco perros que tal vez no lleguen a ser una jauría, pero sí una manada callejera interesante, donde sobresale un caniche toy trucho, junto a dos mestizos barbuchines y otros dos negritos barderos, de los que ladran por ladrar nomás, sin permiso ni horario, solo para hacerse notar, aunque estén a pocos centímetros del suelo.
Si uno se aleja del otro simplemente es para alardear con su sentido de búsqueda, hurgando entre las matas del costado de una zanja donde quizás encuentre el preciado oro en polvo llamado hueso.
Sin embargo, por lo general andan en banda.
En el mundo perruno serían los gánsters de Al Capone en la película de Brian Di Palma, “Los intocables de Elliot Ness”, donde los matones del personaje de Robert De Niro se agrupaban para intimidar con sus miradas al público de paso, mientras cuidaban el negocio de la venta de whisky en medio de la prohibición.
“¿Y usted qué hará cuando levanten la prohibición?”.
“Me tomaré un trago”, respondía el muchachito, personificado en Kevin Costner.
A los amiguitos peludos del barrio les faltaría el Cadillac Town Sedan de 1928, esa belleza de la industria automotriz por donde bajaban los matones con las ametralladoras en la mano, con los ojos prendidos fuego.
Tal vez no lo necesiten. En pocos minutos se trasladan de las zonas urbanas a las rurales y hacen costumbre una historia diaria: mientras los campesinos de la zona dicen que los vieron en la plaza del centro, cuando uno voltea la mirada los alcanza a divisar en el horizonte, como viniendo al galope por las calles de tierra, acelerando sus patitas cortas, haciendo un espiral con sus lenguas al aire.
De manera íntima, aflora la incertidumbre de fantasía: ¿Los habrá mandado Al Capone a cuidar una siembra por aquí cerca? ¿Qué traerán escondido entre sus pelos estropeados? ¿Vendrán de alguna tertulia que terminó mal, como suelen terminar algunas noches de alcohol barato?
En una de esas recorridas de maleantes intrépidos, una tarde el caniche grandecito se ubicó frente a casa, giró lentamente su cabeza sucia, con los pelos casi en rastas, y pegó un ladrido respetable. Dio la impresión de que había dejado una amenaza certificada, mientras los otros locos bajitos frenaban para verlo en acción.
Por ser el más osado, al blanco (ya marrón de la mugre) valía bautizarlo Frank Nitti, el Ejecutor, por su parecido al gánster ítaloestadounidense que fue el brazo armado de Capone.
Los demás serían Felice De Lucia, Tony Accardo, el Camello Humphreys y, el más petiso, Giuseppe Zangara, el inmigrante de Calabria.
Salió tan matón Giuseppe que una mañana de esas húmedas, con el rocío cubriendo la capa verde de la zona y el sol buscando su mejor lugar de iluminación, sacudió tres tiros letales de orina a diferentes ruedas del auto, por si quedaba alguna duda de su presencia.
Tony, en cambio, era de los silenciosos, ya no por su actitud de maleante, sino por su astucia de ocupar la boca con basura que traía del pueblo.
Un hombre que los veía pasar seguido intentó echarlos de sus lugares habituales y recibió como respuesta varios ladridos y un par de regresos más a la zona, por simple capricho de los animales nomás.
Al final, la víctima humana se resignó ante el objetivo de la banda.
“De tan chiquitos que son, pero tan simpáticos, te da lástima echarlos, además hacen la suya”, contó luego el anciano, que prefirió no hacer la denuncia ante Jim Malone por miedo a represalias.
Se pensó que la típica señora chusma de un barrio cercano podía terminar con ellos (se sabe que hay viejas malas que son más letales que los agroquímicos) y hay quienes comentan que la mujer se fue hasta el municipio para filtrar detalles de la banda.
A la semana siguiente, un funcionario llegó con cierto temor a la casa de la dama de ruleros que salió ofuscada, pero también se resignó ante la novedad: “No podemos hacer nada, señora, tienen dueño los perritos”, le dijeron.
La información reveladora dominó el comentario entre varias vecindades, incluso complicando la tarea de un grupo de rescatistas que se había preparado para llevarlos a la perrera, cual agente George Stone en medio de una redada en Chicago.
Pero un niño, con su inocencia de niño y su veracidad de niño, finalmente rompió el encanto: “Sí, señor… esos perritos son de una familia boliviana que viene a estos lugares para trabajar en la quinta… Ellos los siguen siempre, por eso van y vienen”.
“¿Viste? Tienen dueño”, bramó la vieja, frunciendo el ceño y metiéndose en su casa rápidamente con la escoba, mientras gritaba desde adentro: “¡¡¡Son intocables esos guachos; in-to-ca-bles!!!”.
Juan Manuel Gorno