Un “merecidísimo homenaje”
Quien esto escribe ha transcurrido toda su vida en esta entrañable Villa María.
Ha sido testigo de los “mitines” de Salomón Deiver, cuando niño ha disfrutado del Zoológico, ha sido parte de la generación que tuvo como gracia de Dios haber asistido a las aulas en las que enseñaban maestros de la talla de Antonio Sobral, Carlos Rocchi, Alberto Correa, Juanita Maggi y tantos otros que por una cuestión de espacio no se pueden nombrar aquí.
Pero hoy el tema es otro villamariense, un hacedor, un maestro con estatura de verdadero dirigente, un tipo de palabra escasa pero frondosos hechos, un tipo que, me consta, levantó un colegio que hoy es orgullo de la ciudad, y cuando digo levantó fue porque lo hizo pala en mano, ayudado por un incondicional grupo de docentes.
Hoy, la comunidad toda disfruta de una obra que lo tuvo como protagonista estelar, pero que luego fue continuada por otros que no se salieron ni un ápice de la huella que Ricardo Vagliente, de él se habla, había demarcado.
Vagliente actualmente está en su casa porque los años así lo marcan pero atención, su legado más importante no es ese edificio, impensable hace cuarenta años, que hoy se erige para orgullo de quienes formamos parte de las comunidades del Mariano Moreno y el Belgrano.
No, la verdadera herencia que deja el viejo maestro, en la que todos deberíamos abrevar, es la de imaginarnos como podríamos, cada uno de nosotros hacer para que, aunque no fuese en tamaña dimensión, incorporar a nuestra esencia como ciudadanos: el ejercicio efectivo del esfuerzo tan útil como desinteresado, la honradez, la claridad de un verdadero dirigente que, honrando a Ortega y Gasset puso en acto, y vaya cómo! aquello de “¡Argentinos, a las cosas!”
Hoy el enorme gimnasio de su Colegio lleva su nombre… Nunca tan merecido el homenaje…
Sergio Caballero
DNI: 6.609.580
En un mundo de fugitivos
Vivimos unos tiempos en los que cada vez es más preciso sentir la necesidad de crecer en la compresión mutua y en el respeto, como miembros de un linaje predestinados a entendernos. Esto nos confirma que, aglutinados bajo las alas de este espíritu conciliador, todo es más fácil para el encuentro. No podemos permitir que nos arruinemos por nuestra propia irresponsabilidad.
Es hora de nuevos entusiasmos, de querer y poder hacerlo, puesto que hemos de trabajar más unidos que nunca, con la confianza de tender puentes.
Dicho lo cual, pienso que debemos romper los patrones existentes de impunidad, apoyando incondicionalmente aquellas causas que creemos justas.
Para empezar, ojalá aprendamos a convivir y a estar a favor de la verdad, la diga quien la diga. Es una desgracia, como otra cualquiera, que aún no hayamos aprendido el sencillo arte de querernos y de amarnos. Sea como fuere, en un mundo de fugitivos como el presente, todos parecemos huir hasta de nosotros mismos. Deberíamos, pues, recapacitar mucho más, cuando menos para ver la manera de emprender un nuevo itinerario de discernimiento, con más horizontes y menos muros, con más generosidad y menos competitividad entre nosotros, con otra misión más humanista injertada a esa innata sabiduría que todos llevamos consigo en vez de sembrar tantas contiendas inútiles, que tanto nos degrada y nos hace unos desgraciados.
En cualquier caso, resulta asombroso observar que esta humanidad globalizada todavía no sepa vivir armónicamente. Está visto que cada uno de nosotros solo será equitativo en la medida en que haga lo que le corresponde hacer, en esta permanente corrida de huidos, que tampoco nos lleva a buen puerto.
Desde luego, hemos de perseverar en otros finales más bienhechores. Por eso, nos hará bien reflexionar continuamente, máxime cuando las ciudades son casi siempre ruidosas, ahondar en nuestras raíces, compartir vivencias y preocupaciones, vencer y superar las desigualdades sociales, la indiferencia egoísta, la prepotencia estúpida y altanera, así como esta desbordante intolerancia que nos aniquila permanentemente.
También me lastima ver esa condición de fugitivo de un mundo que a todos nos pertenece. Quizás esto suceda porque nos falte esa actitud de disponibilidad constante, de arroparnos, de comunión entre unos y otros, de esfuerzo por combatir el orgullo que nos encierra, por cierto tantas veces en divisiones absurdas e inútiles.
De igual forma, me mata ver a esos humanos que escapan de la pobreza o de la persecución en sus países. Nadie se merece tanta crueldad.
Deberíamos ser más solidarios, o si quieren más devotos de lo fraterno.
La falta de lo necesario para vivir humilla a todo ser humano, es una catástrofe ante el cual la conciencia de quien tiene la responsabilidad de intervenir no puede (ni debe) quedar impasible.
Víctor Corcoba Herrero