Cuando el consumo televisivo nos invade, un libro es una excelente alternativa. Los 200 largos minutos de la dedicación media diaria a la televisión dan espacio suficiente para la lectura de todo un libro. Cabe que los niños, encandilados por las imágenes vivas y el seguimiento de héroes violentos, embotada su sensibilidad, llegan a ver la lectura como una simple tarea escolar, cuando no como un castigo; casi nunca como un placer. Quizá todo comenzó cuando los padres dejamos de contar cuentos a los niños pequeños, cuando no les comunicamos amor a los libros.
Comenzar la lectura de un libro nuevo es iniciar una aventura hacia un mundo incógnito, que puede concluir tanto con el apresurado paso sobre sus páginas, como sumergidos en un viaje apasionado recorriendo paisajes deslumbrantes. Por encima de la rutina de una lectura para “estar el día”, ese albur, que puede minorarse con alguna selección crítica, es el que hace que se acometa con pasión cada lectura; de otra manera, posiblemente releeríamos una y otra vez los mismos libros.
El hombre es más rico y profundo que todos los libros. No obstante, el arte de la lectura, en compensación a nuestra dedicación, nos ayuda a redescubrir el sentido de la vida, a comprender, para ver mejor el mundo que nos rodea. Hay libros que permanecen silenciosos y otros en los que cada palabra tiene su propio sonido; libros en los que sus personajes adquieren relieve casi físico, capaces de conversar entre ellos y con nosotros mismos. Libros vivos, a los que se vuelve con frecuencia, a veces para releer unas pocas páginas, y libros muertos cuyo contenido se agota quizás antes de una única lectura apresurada.
Acabo de tener uno de esos encuentros afortunados. Por su presentación, pudiera parecer que estamos ante un libro para niños, un cuento: el subtítulo “Carta a mi hijo sobre el amor a los libros”, y el conocer que ese hijo tiene 2 años y medio, pudiera reforzar esa primera impresión; pero “Si una mañana de verano un niño” (Ed. Taurus, 1995) no es un libro para niños; mejor dicho, no es sólo para niños. La frescura de las 157 páginas de su texto vela un tanto una reflexión profunda sobre el amor a los libros, un ensayo sobre la crítica literaria, sobre el placer de la lectura. Es, por tanto, una invitación y una ayuda a lectores y educadores a profundizar en la gran riqueza que encierran las obras maestras de la literatura.
Roberto Cotroneo, su autor, un crítico literario responsable de las páginas literarias del diario italiano L’Espresso, partiendo de las páginas y los personajes de unos pocos libros: “La isla del tesoro”, “El guardián entre el centeno”, un ensayo de Borges, o unos poemas de T. S. Eliot, todos ellos conocidos por el lector medio, recorre sentimientos y pasiones, la ternura o el talento, y nos recuerda que hay personajes literarios, suspendidos entre la realidad y la ficción, que sin renunciar a ninguna de estas dos identidades, cuando te los encuentras -lo cual no es nada frecuente-, el juego de la literatura se hace tan fascinante que la novela en la que se mueven puede quedarse como de fondo. Cada libro es una aventura, cambiante en cada lectura, en la que merece la pena sumergirse.
Agustín Pérez Cerrada
Necesitados de silencio
A veces es saludable recluirse y examinarse. Yo mismo acabo de hacerlo. Les confieso que ves la vida de otra manera. Hace tiempo que me apetecía darme un baño de silencio y es lo que he procurado llevar a buen término estos últimos días. En ocasiones te sientes tan arrastrado por intereses y preocupaciones materiales, que en lugar de experimentar sus alegrías y gozos, te invade una nube de soledades y angustias, que nos impide abrazar cualquier horizonte de luz. Sabemos que nos ensordecen tantos ruidos, pero también nos ciegan, lo que nos disuade para percibir el lenguaje con el que nos habla nuestra propia conciencia, y así poder tomar la orientación adecuada en una existencia cada día más tormentosa. Quizás, por este diluvio de torturas, tenemos que tener espacio para nosotros, para dejarnos sorprender por lo armónico del universo; sólo así abriéndonos a la creación, nuestra propia existencia se hace rica y grande.
Hoy se habla mucho de un orbe más equitativo, tal vez menos ruidoso y más esperanzador. No sabemos, si esto llegará algún día, ni cuándo llegará si es que llega. Lo seguro es que un mundo que se aleja de sí, no sabe prestar atención, tampoco escucharse y escuchar para dejarse sorprender, cuestión que dificulta poder salir de este vacío que nos amortaja el alma. Ya se sabe que conducir el silencio es más complicado que dejarnos guiar con la palabra. Pero téngase en cuenta, que esta pasión por el verbo, ha perdido valor y valía entre todos nosotros. Justamente, para los creyentes, la solemnidad de la Asunción de María al cielo en cuerpo y alma nos recuerda, en el corazón del verano (15 de agosto), cuál es nuestra morada verdadera y definitiva: el paraíso. También, para los no creyentes, cada día es un nuevo amanecer en el reservado abecedario existencial, lo que nos exige conversar interiormente desde nuestra innata ética. Bajo esta perspectiva, de creencia o increencia, a todo ser humano le es concedido conocerse a sí mismo y meditar, alejado de murmullos, sabiamente sobre sí.
Sea como fuere, esta concepción de la vida esperanzada, capaz del restablecer el paraíso como lugar de labranza poética y espiritual, se hace fértil cuando con el ojo del alma entramos en sintonía con lo que somos, el verso callado y la mirada profunda. Por eso, jamás destrocemos el silencio si no es para regenerarlo, por mucha fe que pongamos en el progreso. El ser humano avanza en la medida que sabe trascender, propagarse su humanidad, sentirse útil para los demás. ¡No utilizado por los demás!. Eso hace mucho ruido, pero genera pocas satisfacciones interiores. La persona nunca puede ser liberado solamente desde el exterior. La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo. Lo mismo sucede con la técnica, puede ayudar a que las culturas puedan unirse. Pero también logra destruir al ser humano y al mundo, si no está orientado en el auténtico amor.
Realmente, cuando uno experimenta ese amor profundo por su semejante, desde el silencio más hondo y compartido, acaba renaciendo, o al menos, injertando un nuevo sentido a su propia existencia. En consecuencia, estimo que es bueno nacer cada día en esa relación humana, sin descuidar a nadie, abrazando al universo, pero al mismo tiempo, lo que ha de darnos ánimos, es nuestra propia búsqueda sobre lo que somos y lo que queremos ser; sabiendo, como decía el dramaturgo español Jacinto Benavente (1866-1954), que: «nada fortifica tanto las almas como el silencio; que es como una oración íntima en que ofrecemos a Dios nuestras tristezas».
Al fin y al cabo, uno es tan partidario de la disciplina del sosiego y la quietud, que podría escribir un tratado de pensamiento dejando fluir el corazón únicamente. Es, precisamente, esa fortaleza que todos poseemos, en mayor o en menor medida cultivada, la que nos hace aguantar las adversidades y ascender como individuos. No olvidemos que el agua es más fuerte que la roca y hasta el mismo silencio es más fuerte que la dicción. Recomiéndese, pues, sigilo para que el alma pueda seguir caminando, concibiendo y madurando. Dicho queda, como prescripción amorosamente probada. Pienso que andamos hambrientos de este reposo, absortos a un hervidero falso de cantinelas que nos dominan y alborotan.
Víctor Corcoba Herrero