Es uno de los puntos cardinales del famoso circuito, merced a su carácter y belleza. Lo pintoresco del pueblo sureño, que mezcla montaña y mediterráneo.
Escribe: Pepo Garay Especial para EL DIARIO
El mundo entero se llena la boca hablando de la Costa Amalfitana. Un prodigio de precipicios y pueblos con balcón al Mediterráneo que es de las mejores joyas con las que cuenta Italia y Europa toda. Para muestra del portento, un botón: Amalfi. Aldea que define los rincones sureños del circuito y que perfila en su diseño de casitas acomodadas sobre escarpadas laderas, lo emblemático de la zona.
Declarada Patrimonio de la Humanidad, la franja costera se ubica en el sur del país y de la Campania (región cuya capital es la legendaria Nápoles), donde el sol de las montañas se mixtura con los turquesas del Mar Tirreno. Un zigzag permanente de roca y paisajes impresionantes, protagonizados por la naturaleza y también por la mano del hombre. Lo hace saber el rosario de municipios encantadores que se hamaca a las orillas de las olas, trepados a las quebradas, inmaculados.
Bajando desde el norte, Amalfi es uno de los últimos primores del recorrido y fiel ejemplo de sus bellezas. Lo asume rápido el viajero, quien en la caminata va descubriendo precisiones del caso.
Italianísimo y clasicista
Lo primero en advertir es el entramado de callecitas añejas y viboreantes, que se entremezclan en la parte baja del Monte Cerreto. Allí radica buena parte de la fama amalfitana, en los vericuetos de callejones inolvidables, italianísimos y clasicistas. No cuelgan los ropajes en hileras inciertas ni se escuchan los gritos de la “mama” amonestando a sus pequeños, como en Nápoles. Eso se extraña y mucho, sobre todo (hay que decirlo), al palpitar cierto tono artificial de las cosas, demasiado contaminadas por el devenir del turismo.
Con todo, el buen buscador sabrá encontrar la verdadera cara de los paisanos y alejado de los restaurantes con vistas al mar inmenso, chocarse con una señora de seño fruncido y delantal que cocina la pasta con la puerta abierta. O el túnico tipo que no vende imanes ni remeras de recuerdos y que grita exaltado al averiguar el origen argentino del foráneo, feliz, aunque parezca enojado.
Lo elemental del mapa lo marca la Piazza del Duomo, explanada cerrada, rodeada de balcones floridos y escalinatas donde propios y ajenos se sientan a tomar el café, la “birra” o el autóctono limoncello (un delicioso licor hecho a base de limones). Mientras, rememoran la gesta de los romanos, quienes dieron origen al pueblo allá por el Siglo IV.
Antes de bucear en las tiendas de la Vía Lorenzo, resulta mandamiento hincarle los sentidos a la Catedral de San Andrés. El principal ícono local domina las visuales de fondo en verde y laderas, a partir de una figura de más de 1.000 años de vida que combina estilo bizantino y barroco. El resultado es una reliquia de negros, blancos y dorados en el afuera, y un lujo de arte sacro en el adentro.
Del resto de los atractivos hay que señalar las diversas fuentes (la de San Andrea principalmente), el delicioso Camino de San Antonio, que comunica a Amalfi y el vecino Atrani desde las alturas (aunque el tradicional, que va más cercano al Tirreno es a su vez muy recomendable), el puerto (ayer importante punto de conexión con oriente, hoy tierra de turistas), y las playas. Esas que se hinchan de Mediterráneo y de interminable luz amalfitana.