Por el Peregrino Impertinente
Son bellos los lunes, hermosos… hermosos para tomar envión, y lanzarse a toda velocidad y de palomita contra un muro de concreto de dos metros de espesor, para luego esperar tirados al médico, y con las últimas fuerzas exclamar: “Por favor doctor, digame que ya es martes, y que a Fantino lo atropelló un camión cisterna fuera de control”. Puestos a pedir, pidamos.
Eso siempre y cuando estemos envueltos en nuestra febril y angustiante rutina, en nuestra cotidianeidad barnizada de obligaciones vacías y actos infinitamente repetitivos, sin dudas coordinados desde el más allá por un dios de lo más triste, rencoroso e hincha de Racing.
Muy distinto es cuando estamos de viaje. Entonces, los lunes pierden toda su energía demoníaca, y se convierten en días felices e inspiradores. Así, pasan a ser horas de luz, de ganas de trepar un cerro y gritar “¡La p… que vale la pena estar vivo!” como Héctor Alterio, en vez de “¡Tres empanadas!”, como Brandoni.
Viajemos pues. Ni reiki, ni yoga ni libros de autoayuda foráneos del tipo “Mondays are a big garchen, but life is beautifull”: lo mejor para reconciliarnos con los lunes es viajar ¿Y es que a quién se le ocurriría maldecir al innombrable día disfrutando de una caipirinha en el crucero? ¿Quién se atrevería a lanzarle insultos irreproducibles y amenazas de muerte a la fatídica jornada mientras camina por una falda montañosa repleta de margaritas?¿Quién osaría desearle tormentas de fuego y azufre al patán periodo de 24 horas justo en el momento en que se dispone a realizar una danza afrodisiaca acompañado de media docena de infernales negras/os jamaiquinas/os en una playa de Montego Bay? Queda clara la tesis.
Son bellos los lunes, hermosos. En momentos así, henchidos de desasosiego, solo queda pensar en las vacaciones, y en el siempre efectivo consuelo de no haber nacido con la cara del Muñeco Gallardo.