Escribe: Icía Ochoa de Olano (para Las Provincias, de España)
Para mantener una verdadera perspectiva de lo que valemos, todos deberíamos tener un perro que nos adore y un gato que nos ignore», dijo alguna vez un buen conocedor de la psicología felina (y de la humana). La cita viene a sintetizar bastante bien la drástica diferencia que supone convivir con un can o hacerlo con una pantera en formato pequeño. Y es que mientras en el primer caso queda meridianamente definido desde el primer instante quién es la mascota -y eso jamás se convierte en materia de discusión-, en el segundo, el reparto de roles podría ser otro y la jerarquía, en el mejor de los escenarios, una reñida bicefalia. |
¿Burlones? ¿Perezosos? ¿Rencorosos? ¿Altaneros? Puede que también. De seguro, independientes, juguetones, elegantes, cazadores, cómicos, inteligentes, balsámicos, curiosos, tiernos y, sobre todo, extremadamente bellos y sexies. Hasta el punto de que han tomado la delantera a sus antagonistas de libro, a los que han destronado como el animal de compañía favorito de los europeos. Y es que los chuchos ya no lo son. Por cada tres casas, hoy hay al menos un minino patrullando con extremo sigilo y máximo celo entre el sofá de estar, el sinfonier y la ventana del salón de estar.
Según los últimos datos publicados por la federación que agrupa a la industria fabricante de comida para animales domésticos en el Viejo Continente (Fediaf), el promedio de gatos en los hogares de la UE es del 33% frente al de perros, que cae al 28%. Les siguen a distancia prudencial los pájaros, los roedores, los peces y los reptiles. Por ese orden.
Incluso en cuestiones bestiales como esta, España también se sale del tiesto comunitario. Los primos lejanos de los tigres van conquistando cada vez más territorios domésticos, pero los sabuesos continúan siendo los monarcas peludos de los pisos nacionales.
La estadística del sector que se ocupa de su alimentación dice que suman 5,4 millones de ejemplares contra 3,8 de mininos. Estados Unidos también resiste como nación perruna, aunque con una diferencia de solo seis puntos (36% a 30%, a favor de los canes). Pero, eso sí, al ritmo que lleva allí la expansión felina parece solo cuestión de tiempo que el país deje de ladrar y se ponga a maullar.
Divinizados por la cultura egipcia y maldecidos y perseguidos durante la Edad Media, cuando se les consideraba engendros demoníacos, los gatos se abren camino en los hogares deshabitados de la Europa del Siglo XXI principalmente por dos razones: su capacidad para despertar la fascinación en los amantes de la belleza salvaje y, sobre todo, sus exigencias emocionales, materiales y fisiológicas como compañero de piso, sensiblemente inferiores a las de un can cualquiera. “En efecto, es bastante más autónomo, pero eso no quiere decir que se las apañen solos”, advierte Alicia Cozar, veterinaria experta en medicina felina, una especialidad que aún no se imparte en España. “Aquí se estudia el apartado de pequeños carnívoros, que mezcla perros y gatos, cuando son diferentes anatómica y fisiológicamente, además de tener caracteres bien distintos”.
“Su ronroneo es como un motor diésel para la creatividad”, dice la escritora madrileña Paloma Díaz-Más.
La doctora, que trata a diario a una decena de ejemplares, ve muchos casos de cistitis y casi siempre el detonante es el mismo, el estrés.
“El gato está mucho menos domesticado que el perro. Por eso, someterlo a un entorno sin enriquecimiento ambiental, como es un piso, donde no pueden cazar ni tiene árboles a los que subirse, hace que poco a poco pierda la conducta predadora y de juego. Eso redunda en que se aburra y que acaben lamiéndose el pelo hasta arrancárselo u orinando fuera de su sitio”, explica.
Aunque no necesiten salir a la calle o puedan arreglárselas un par de días solos en casa, los congéneres de Garfield son seres altamente sensibles.
“Para un gato es antinatural meterle en un trasportín y llevarlo al veterinario. Eso supone desterritorializarle, lo que le genera un estrés muy grande. Eso se manifiesta con un comportamiento de inhibición o de agresividad, lo que le convierte en un paciente incómodo”, admite Cozar.
Mimado como se merece, el resto es todo disfrutarlo. De familia gatuna practicante, la profesora de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y escritora Paloma Díaz-Más no ha podido resistirse a la idea de recoger en un libro “Lo que aprendemos de los gatos” (Editorial Anagrama). “Filosofía zen”, responde a la primera y obvia pregunta. “Es decir, vivir el momento con intensidad. A menudo, los humanos somos infelices porque nos proyectamos en el pasado o en lo que puede pasar. Seguramente, eso ha sido una ventaja evolutiva, pero nos genera angustia. Por eso, está bien dejarse contagiar por esa capacidad de los gatos de concentrarse en el momento presente y por ese dominio de su cuerpo, esa forma física envidiable en la que saben mantenerse -¡con todo lo que duermen!-, mediante esa rutina mezcla de yoga y de artes marciales que practican ellos solitos”, se explaya.
Compañera de vida de dos ejemplares, a Díaz-Más le resulta irresistible la naturaleza dual de estos animales. “Son un peluche y una fiera al mismo tiempo. Y esto es muy interesante porque, en realidad, son una especie de pequeñas fierecillas que se han autodomesticado. Hace cientos de años empezaron a meterse en los graneros para cazar ratones y se acostumbraron ellos solitos a vivir con nosotros. Ahora mantienen esa naturaleza salvaje -a veces sale el tigre que llevan dentro-, pero puede ser enormemente cariñosos”, certifica la investigadora.
Mirada irresistible
Instalados entre los humanos desde hace 5.000 años, viven igual de cómodos en el pajar de un agricultor que en el mullido sillón de estilo Luis XVI de una mansión aristocrática. Pero donde no parecen faltar nunca es en los ateliers, escritorios y estudios de artistas y diseñadores.
“El gato es una animal doméstico, es cierto, pero no está verdaderamente domesticado y esa personalidad ambivalente le ha permitido conquistar un lugar capital en la cultura y en el arte, en el universo literario y hasta en los cuentos de hadas”, expone el historiador del arte milanés Stefano Zuffi, autor de “Gatos en el arte”, un compendio de obras que recoge desde la presencia de esta fierecilla más o menos domada en los frescos de la civilización egipcia, hasta la visión felina de Picasso, Matisse, Chagall o Warhol, todos amantes declarados de Micifuz, Silvestre y Kitty.
“Pese a una personalidad que a veces parece evasiva o banal, el gato impresiona porque te mira. Te mira de forma más fija que tú a él. Nos pone nerviosos, parece conocer secretos arcanos y encerrar verdades misteriosas”, agrega el italiano.
Su fisonomía estilizada y su carácter indómito han enamorado a lo largo de la historia a decenas de escritores. Desde a Hemingway, Sartre, Allan Poe, Bukowski o Lord Byron, a Capote, las hermanas Brönte o Díaz-Más.
“Son buenos compañeros. Les encanta observar cómo trabajamos. Si te ven centrado en algo, enseguida se te ponen al lado. A veces, incluso, ronronean, y ese sonido funciona como un moto diésel para la creatividad. Proporciona paz y ayuda a la concentración”, asegura.
A cambio, no piden demasiado. Pero resulta imprescindible para su bienestar. Ya saben, si no están dispuestos a complacerlos, mejor dedíquense a los perros.