Con 90 años recién cumplidos, Giovanni Bianco es uno de los últimos inmigrantes italianos. Llegó en el 50 proveniente de Castelfranco, provincia del Véneto, con el oficio de soldador de aluminio. En Villa María fabricó agua destilada, heladeras y lavarropas. Hasta que en los 60 y con la llegada de sus hermanos fundó “Bianco Hermanos”, cuyas mesas, sillas y alacenas aún amueblan varias casas de la ciudad. Habló de su arribo a un “pueblo” sudamericano donde, desde bulevar Alvear, aún se veía la pampa desnuda
Se dice que a fines de los años ´30 los chicos del castillo de Castelfranco jugaban en el patio más grande del mundo. Y también que, amurallados contra los horrores de la guerra, estuvieron a salvo como sus antepasados varios siglos atrás; cuando los inmensos paredones de ladrillo fueron erigidos contra el ataque de los bárbaros y la amenaza de la peste. Y algo de cierto había en esa afirmación porque los cuatro varones de la familia Bianco crecieron sanos y seguros; no sólo de los llamados del ejército para alistarse en sus filas sino, y sobre todo, de las circunvoluciones de la aviación norteamericana.
“Yo deserté de la guerra -comenta Giovanni siete décadas después desde su casa villamariense- Deserté porque Italia estaba dividida y los italianos nos matábamos entre nosotros. Y yo no quería matar a mis hermanos. Así que cada día cuando tocaban la sirena, nos escondíamos en el sótano del castillo con mis hermanos, donde vivíamos 85 personas. Los aviones americanos tiraban bombas que derretían el pavimento. Por suerte la guerra pasó y no tuvimos que lamentar muertos en la familia”.
Sin embargo, una guerra silenciosa empieza cuando se termina la guerra de los bombardeos. Y así, la necesidad hizo que una de aquellas tardes del ´45 los muchachos jugaran por última vez en el patio del castillo. Había que ir a trabajar y se decretaba el fin de la inocencia. Y casi como una metáfora de la fatalidad, Giovanni tiró un piedrazo y “sin querer” rompió el pincel de Giorgione, el artista-prócer que se erguía en mármol como un dios desde hacía casi 500 años.
De un transatlántico en Génova a un sulky de Alto Alegre
-¿Y por qué se vino a la Argentina, Giovanni?
– Por trabajo, porque en Italia yo tenía un oficio electromecánico reparando vagones de trenes y una especialidad que acá no se conocía; la de soldar el aluminio. Pero mi padre y mi hermano también trabajaban en la misma fábrica y éramos cinco hermanos ¿Qué íbamos a hacer todos ahí? Porque la fábrica sólo empleaba a dos obreros por familia. Y cuando terminó la guerra, muchos soldados y prisioneros volvieron. Y ellos tenían la prioridad. Además, donde vivíamos nosotros, las familias no tenían menos de cinco hijos, sin exagerar. Así que aproveché que tenía una tío en Argentina y saqué el pasaje.
Mientras Giovanni me relata su éxodo, su esposa Blanca lo va ilustrando con un álbum de fotos. Allí está el castillo de Castelfranco con sus murallas y la estatua del pintor Giorgione, contemporáneo de Cristóbal Colón, que en pleno renacimiento pintó los frescos de la capilla del castillo (el pincel ya está restaurado). Y ahí está un jovencísimo Giovanni con uniforme militar haciendo el servicio y el “biglietto d´ímbarco en terza clase” en el buque “Marco Polo”, ese que partió de Génova un 2 de abril de 1950 rumbo a Buenos Aires para arribar 20 días después. Y ese papel, más que un “billete de embarco” fue para Giovanni un pasaje a otra vida.
-Cambió un castillo conocido por una intemperie por conocer…
-Es que me vine completamente a la aventura. Vivía en un castillo feudal de 800 años pero los que éramos de familia obrera no teníamos otra escapatoria que seguir trabajando. En el castillo éramos 85 personas y alquilábamos con mis hermanos, mi tía y mi cuñado. Ya no había condes ni marqueses, sólo obreros de fábricas.
-¿Y cómo fue su llegada a la Argentina?
-Muy difícil, porque no sabía ni una sola palabra en español. El idioma de acá no tenía nada que ver con el dialecto veneciano. A esa dificultad sólo la conoce la gente que emigró. Apenas me bajé del barco me tomé el tren a Rosario, después a Las Rosas y de Las Rosas me vine a Alto Alegre porque mi tío estaba en Silvio Pellico. Así que me vino a buscar a la estación en sulky. Me quedé una semana con él y después me vine a buscar trabajo a Villa María.
-¿Y encontró?
-El primer trabajo fue en el ferrocarril, pero sólo duré una semana. Querían que empezara de cero, siendo que yo tenía una especialidad reparando vagones. Alquilé una habitación en un hotel donde ahora está el Bar Monte y después conocí algunos paisanos que habían llegado en la primera guerra. Fue una satisfacción conversar con los más viejos. Como había italianos que tenían fábrica de máquinas hormigoneras, me quedé con ellos. Pero enseguida empecé a pensar en fabricar algo yo mismo.
-¿Un microemprendimiento?
-Algo así. No quería depender de otros. Me di cuenta que nadie vendía agua destilada para las baterías y entonces hice un alambique de aluminio y empecé a destilarla yo mismo. Como me tenía que registrar y eso costaba muy caro, lo dejé. Y como en ese entonces entraban al país los primeros lavarropas italianos, los empecé a fabricar con diseño mío. Acá todo se hacía de chapa galvanizada y al año estaban oxidados y no servían. Así nació “La Véneta”. Vendí lavarropas a muchas familias pero un día eso dejó de ser negocio. Además, estaban por venirse mis hermanos y decidimos hacer algo juntos.
-¿Y así nace “Bianco Hermanos”?
-Sí. Tuvimos que cambiar de rubro porque en Villa María había talleres de lo que buscaras. Así que pusimos un horno de fundición pero te pagaban por kilo ¡Y así te morías de hambre mil veces! Cuando vino el cuarto hermano Luigi, que era ebanista, decidimos fabricar muebles en serie. Hacíamos mesa, silla y aparador por 300 pesos. Cada familia te compraba un comedorcito. Pagaban 150 pesos la primera entrega y luego 50 por mes. Y cada mueblero me compraba diez juegos.
-¿Y los fabricaban ustedes cuatro?
-Empezamos con dos empleados pero llegamos a tener diez armadores y dos tapiceros. Teníamos un local chiquito en Villa María pero se nos dio la oportunidad de comprar un galpón en Villa Nueva; el de avenida Carranza que todavía está en pie.
-¿Y cómo eran los muebles de “Bianco Hermanos”?
-Eran económicos pero de mucha calidad, cosa difícil de lograr. Y lo curioso es que el estilo volvió a estar de moda ahora. Mirá cómo será la calidad, que esta silla en la que estoy sentado tiene 60 años y parece que la hicimos ayer. El secreto era la buena mano de obra y la madera, importada de Brasil.
-¿Sólo vendían para Villa María?
-No, también empezamos a vender a los pueblos. Acá teníamos un comprador fijo que era Colombano y las monjas del San Antonio. Colombano murió hace poco. Fuimos grandes amigos.
-¿Nunca pensó en volverse a Italia?
-No, pero tuve mucho tiempo la plata en el bolsillo por las dudas. Eran 600 pesos, lo que costaba el pasaje. Cuando tenés 30 años es muy difícil empezar otra vez de cero. Pero después viajé siete veces más, a visitar. La última vez fue en 1996, cuando el castillo cumplió 800 años. Mi mamá no quería venir porque tenía terror a cruzar el océano. En cambo mi papá vino y le encantó. Fuimos a Silvio Pellico y le hicieron una fiesta en un galpón lleno de italianos.
-¿Cómo era la Argentina de los años 50?
-Era la abundancia. Imagínate que había más comida en el tarro de basura de los argentinos que en el plato de comida de los italianos. Nosotros veníamos de una guerra donde te daban dos pancitos chiquitos así por día y todo eran cupones. Nada que ver con esto. Allá no había tierras y acá, desde el bulevar Alvear, veías la pampa.
-¿Nuestro país se parecía a Italia, como se suele decir?
-Nada que ver. En aquella época, había un atraso muy grande en Argentina mientras que Italia era una potencia industrial. Lo que había de muy bueno acá era la gente, que era muy hábil. En todos los campos había un galponcito donde se hacía de todo, y al día de hoy sigue pasando. El obrero argentino tiene muchas condiciones. La idea de Perón era muy buena porque quiso industrializar un país que sólo era campesino, pero con el tiempo eso se desvirtuó.
-¿Por qué?
-Porque después de Perón se reventaron las industrias. Decime vos a dónde hay una fábrica de muebles hoy en día… Hay una sola y está en Cañada de Gómez. Ahora los muebles se hacen sin madera. Para mí es algo inconcebible. Ni loco le digo a un hijo o a un nieto que se ponga una mueblería o una industria. Es una lástima que haya pasado eso porque el orgullo de nuestra juventud era el trabajo.
-Hasta hace muy poco usted iba a la fábrica ¿no es así?
-Fui hasta los 80 años, que es una buena edad para jubilarse. Pero para no tener problemas, dividimos todo entre los hijos. De los cuatro hermanos que la regenteábamos, sólo queda Luigi en Buenos Aires. Y yo que sigo acá, en Villa María, que es la mejor ciudad del mundo. Creo que hemos cumplido ¿no?
Cuando el hombre me dice estas últimas palabras, vuelvo a mirar el álbum. Y al apreciar esos muebles entre futuristas y económicos, me digo que a su manera, don Giovanni Bianco también fue un artista como Giorgione. Porque mientras su paisano pintaba los frescos de la catedral para esa pequeña ciudad amurallada, Giovanni fabricaba el mobiliario con un diseño muy original para esa otra ciudad que, sin murallas ni feudos, parecía más pequeña e indefensa, solitaria en medio de la pampa que no tiene fin.
Iván Wielikosielek
Amor en “blanco y blanca”
En italiano, “Blanca” se dice “Bianca”. Y doña Blanca Trento, hija de un inmigrante del Véneto también, confiesa que “mi papá siempre me llamaba Bianca. Así que quizás no haya sido casualidad que me haya casado con alguien de apellido Bianco, que quiere decir Blanco ¿no?”. Y tras la declaración de esta coincidencia, me cuenta su historia de amor.
“Como los Bianco eran recién llegados, todavía no tenían entrada en la Sociedad Italiana. Así que mi hermano los invitaba a comer siempre. Eso era porque Giovanni se había hecho amigo de mi papá. A él siempre le gustó hablar con los inmigrantes viejos e incluso en una época salían a vender juntos; mi papá vidrios y él muebles. Así que venían a casa los domingos. Cuando llegaban los Bianco, comprábamos una bolsa de pan de todo lo que comían. Y en esos almuerzos nos empezamos a conocer y a enamorar. Solían llegar los cuatro con el coronel Rosignoli, que había perdido una pierna en la guerra y tocaba el piano. Rosignoli tocaba y los Bianco cantaban en italiano tomando vino, mientras yo estudiaba literatura en una cocinita. Se ve que mucho no me interesaba la literatura porque le eché el ojo a Giovanni (risas). Nos pusimos de novios en el 55. El tenía 29 años y yo 17. Mi mamá tenía un julepe que me casara. Cómo será que una vez ella viajó a Italia y se fue directo a Castelfranco para averiguar sus antecedentes. Pero cuando vio el castillo no le quedaron dudas (risas). Igual nos casamos 8 años después, en el ´63. Giovanni quería ahorrar plata para no tener que depender de nadie. Llevamos 53 años de casados con 3 hijos, 10 nietos y un bisnieto. Mi vida fue mi familia y el colegio San Antonio, donde entré hace 75 años y hace unos pocos meses que me jubilé. Ahora a Giovanni lo aceptan en la Sociedad Italiana y no es para menos… Mi hermano “Chochi” es el presidente… ¡Y hasta trajo el banner para que nos sacaras la foto!”