
Pablo vive con su perro en su casa de barrio Santa Ana y hoy nos comparte unas palabras sobre su vínculo de amistad y solidaridad con Fermín
Fermín no aparenta los trece años que va a cumplir. Se mantiene juvenil, vigoroso y muy activo, con iniciativa impropia de su edad, ya un tanto avanzada. Es el primero en recibirme cuando llego a casa y aunque ya no salta como antes su alegría desborda cualquier expectativa. Baila a mi alrededor, mueve la cola y ladra, va y viene.
El invierno es para él la mejor estación, forrado de pelo no teme a las heladas mañanas. Cuando se acerca su hora de salir a pasear por la costanera da vueltas nervioso, viene y me empuja con el hocico, al principio levemente, con mayor exigencia después. Si no le hago caso lloriquea, para que cumpla con su horario de pasero por el río. Siempre tirando de la correa me pasea con fuertes impulsos de árbol en árbol. Si encontramos perros en el camino, intenta alejarlos a ladridos y después me mira satisfecho preguntándome “Lo hice bien, ¿no?”.
Ya en casa, relajado y tranquilo, se tumba sobre mis pies, siempre pendiente de mí, de mis manos y de mis intenciones, de si me levanto o no, atento a mi mirada. Inesperadamente se incorpora y pone sus patas encima mío, yo lo agarro y él se deja, mimoso.
Entre los dos hay un entendimiento difícil de explicar. Una sensación de camaradería, intimidad y comprensión mutua nos invade y me parece que estamos pensando lo mismo, que estamos sintiendo lo mismo, que compartimos angustias y necesidades y que encontraríamos las mismas soluciones. Nuestras miradas se cruzan y solo le falta sonreír e invitarme a café por el centro.
A la noche le cuesta despedirse de mí y tengo que insistir siempre para que vaya a su cucha, la separación le duele y a mí me angustia, pero ya habrá tiempo al día siguiente para sus mimos, sus cariños, sus caricias, sus juegos y sus miradas. Para su amistad y su solidaridad.