Escribe Federico Jelic
Especial desde Nueva York
Es una cuestión de convencimiento, ya a esta altura, psicología de diván. De terapia.
Argentina vuelve a caer ante Chile en la final de un torneo continental, pagando consecuencias por no convencerse ni sentirse campeón, ante un rival que mostró más oficio y temperamento para las definiciones cruciales.
Esto viene de largo. Tres finales en tres años sin festejos, ante un equipo que vive su hora más gloriosa en lo deportivo, se explica más desde lo mental que desde lo futbolístico, donde hubo paridad absoluta en 240 minutos de juego. Y en los penales, más allá del azar, prevalece la fortaleza anímica. Allí es el talón de Aquiles de esta generación porque cada minuto que pasa, cada oportunidad que desperdicia para ser campeón, se traduce en un lastro muy pesado e incómodo de soportar.
¿Renuncias? Sólo Messi es indispensable. Y Mascherano. El resto bien puede ser parte de un recambio generacional y un reciclaje necesario. Rogamos que el astro de Barcelona lo haya anunciado en caliente, aunque algunos meses de ausencia le vendrían bien para oxigenarse ante tanta presión y frustración. Porque mientras en el conjunto catalán disfruta cada minuto, con Argentina parece querer ser campeón para exculparse, aliviarse, como pidiendo perdón por no ganar antes.
Puntos altos en esta Copa América Centenario para Sergio Romero, ya incuestionable en el horizontal a pesar de no tener minutos en su equipo; Nicolás Otamendi, un pilar defensivo, y la primera parte, Ever Banega, tanto libre como enganche, como acomodándose a la par del volante tapón.
Y de Martino, qué puede decirse. Falló en lo esencial de todo maestro de grupo. En fortalecer a su grupo. Se la pasó elogiando a Chile como si fuera un cuco, hasta lo comparó con Alemania, y al respetarlo de esa manera, nunca se convenció de que quería ser campeón. Pasó en dos finales y, en este caso, con el agravante de que contó con un hombre de más y con desinteligencia, le permitió quedar en igualdad de condiciones por no saber controlar la parte emocional, donde Chile puso énfasis para terminar levantando la copa. Así no. Con 18 goles a favor y sólo dos en contra, el trofeo sigue del otro lado de la cordillera de los Andes. No era Alemania, era Chile. Y errores de esa naturaleza se pagan caro, desde un mano a mano regalado hasta dejarse llevar los apellidos importantes y utilizar jugadores heridos en el cotejo clave. Si a eso le sumamos el temor a convencerse a ganar, un equipo ya estructurado como Chile, ante un combinado con individualidades como Argentina, le puede jugar de igual a igual, a pesar de contar con menos talento y jerarquía. La cabeza también juega. Y en eso a Martino le faltó una materia. Pasó dos veces en un año. Un síntoma que agrava el diagnóstico de tantos años sin gloria.