“No alcanza llorar. Serán sólo lágrimas de ocasión, de sensiblería posmoderna que en el próximo amanecer, con la llegada de las nuevas noticias, habrá quedado en el olvido del anecdotario…”
Escribe Sebastián Luna Sacerdote de la Parroquia Nuestra Señora de Lourdes
Un cuerpo tendido en una playa es imagen de fragilidad. Pero lo que conmocionó al mundo fue que sobre esa playa yacía truncada la inocencia. La fragilidad de la inocencia inundó nuestros corazones, ahogó en lágrimas mis rezos y me arrodillé ante el misterio de la inocencia, ya irrecuperablemente frágil.
Y sin palabras reclamaba al Dios del cielo una palabra, una luz ¿es, acaso posible una luz o una palabra (cosas tan bellas) para apostillar semejante muerte? Y vino a mi corazón no el consuelo sino la compasión, o sea, el padecer-con, que es la menos lejanas de todas las maneras de acercarnos al dolor. Comprendí, de pronto, aquel pasaje del evangelio que nos muestra a Jesús en su vía crucis, encontrando a las mujeres de Jerusalén que lloran y se lamentan por él. A ellas les decía, y así resonaba en mi corazón como una herida profunda más que como un consuelo: “No lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos … porque si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?” (Lc 23, 28.31).
En el vía crucis de la humanidad peregrina estamos detenidos por un instante fotográfico ante la estación donde la fragilidad y la inocencia recibe los golpes más duros del odio de los poderosos. Y mientras lloramos, retumba a modo de letanía la palabra punzante: “No lloren por mí…”. ¿Alcanza con llorar a Jesús? ¿Alcanza con llorar a Aylan? No, nada aporta señalar culpables sin rostro, como “la humanidad,” o “los gobernantes.” Tampoco sirve de mucho debatir sobre el deber de éste o de aquél que provisoriamente ocupará el lugar del chivo expiatorio. No sirve llorar con mirada acusante a los demás cubiertos por la nebulosa de la lejanía o del todos impersonal.
No sirve llorar, si no volvemos la mirada a “nosotros y a los nuestros”; no alcanza, si no nos ocupa hasta las lágrimas la fragilidad de quienes no tienen prensa, de aquellos que hemos decidido (quizás ingenuamente) no ver, ni amar. No, una vez más quiero decirlo, no alcanza llorar. Serán sólo lágrimas de ocasión, de sensiblería posmoderna que en el próximo amanecer, con la llegada de las nuevas noticias, habrá quedado en el olvido del anecdotario.
«Lloren por sus hijos…» para que no quede tendida su inocencia en la deserción escolar a falta de estímulos y paciencia; “lloren por sus hijos…” que marchitan velozmente la inocencia en la droga que los priva de las futuras oportunidades, o de la oportunidad del futuro. «Lloren por sus hijos…», cuya fragilidad queda literalmente tendida en las calles de nuestra ciudad golpeados por imprudencia y la desatención. «Lloren por sus hijos…», por esos que concibieron pero no los dejaron nacer, esos que son dolorosamente llorados en el secreto de la culpa. «Lloren por sus hijos…», que dejaron resignar la inocencia abrazando un proyecto consumista para sus vidas vacías de valores, aniquilando la feliz inocencia de vivir gozosamente de lo que se ama. «Lloren por sus hijos…».
Comprendí, entonces, que Jesús no calmaba mi pena para que siga con mi vida tranquila. El, inocencia pura, mientras era quebrado bajo el signo de cruz, me invitaba a ponerme en sintonía con las fragilidades de los que me rodean, para que ellos tampoco queden tendidos, como un espectáculo grotesco, en la orilla del mundo.
“Lloren por sus hijos…”, cuiden su inocencia. Tal vez, podamos hacerlo cuando volvamos nosotros a nuestras fragilidades y a nuestra inocencia. Me ilustran los versos de Violeta Parra: “Volver a ser de repente tan frágil como un segundo, volver a sentir profundo como un niño frente a Dios, eso es lo que siento yo en este instante fecundo.”