Con fundados cuestionamientos al sistema educativo y a la promesa de los títulos como motor del ascenso social, la joven de sexto año del Instituto Manuel Belgrano representará a la provincia de Córdoba en la instancia nacional de las olimpíadas
Martina Acuña está cursando el último año del secundario en el Instituto Manuel Belgrano de Villa María. Impulsada por el equipo docente de la institución decidió participar en las Olimpíadas Nacionales de Filosofía, que organiza la Universidad de Tucumán.
Tras pasar instancias regionales llegó a la provincial, donde el 26 de octubre pudo exponer su ensayo titulado “Movilidad social: el opio de los pueblos” y fue seleccionada para representar a Córdoba en la nacional, que se realiza en Tucumán.
Le ofrecemos el texto completo del trabajo premiado.
El ensayo
“Bienvenidos sean, venturosos protagonistas, a la fatídica era del capitalismo meritócrata: el imponente museo humano en que cada uno vale por quién es, por sus superficiales posesiones o por quiénes han sido sus estimados autores o valerosas influencias; donde nuestra rígida estética enaltece solo un tipo de diversidad y relega ciertas magias del pluralismo, aquellas que construyen el utópico deseo marginado de la igualdad. Aquí solo triunfa el arte barroco. No estamos predispuestos a escandalosos y vulgarmente bochincheros retratos nacidos de la Tierra misma y de sus hijos, no estamos dispuestos a arte de pueblos originarios ni de nada que pueda asociarse al deseo popular y su absurda banalidad repulsiva. Ellos no conocen ni nacieron para las elegancias intrínsecas del arte. Aquí accede aquel que cumple nuestros estándares. Solo lo virtuosamente blanco (el color de la pureza) es digno de exposición.
Sí, es la era de lo masivo, de las industrias culturales avasallantes, de los cachetazos mediáticos a cualquier hora; porque el acceso a la opresión es el único que está al alcance de todos. Debemos mostrarles la miseria literal y simbólica en la que viven, como no nacieron para la excepcionalidad de la realeza. ¿Cómo se sostendrían si no los bien merecidos privilegios de élite? Les proporcionamos los materiales culturales para que construyan su propio status a conciencia, les enseñamos a las masas la multiplicidad de opciones que existen allí afuera y cómo ninguna los espera a ellos. El pueblo debe saberlo: el estereotipo rubio (ya sea de piel o de billetes) es el indiscutido triunfador. Es casi tan natural, lógico y espontáneo como el nacer en la pobreza. ¿Cómo doblegar sus sueños de vulgo inocente sino atrofiando a desilusión sus capacidades innatas iguales en valor a las de la mayoría, solo que, por desgracia, defectuosamente morenas (ya sea de piel o de billetes) y por ende tan poco destinadas a ser exitosas? Moderamos así sus esperanzas, encasillamos sus ilusiones, restringimos sus libertades, pero no se las eliminamos. Recuerden: no somos una tiranía, somos una democracia. No somos despiadados, sentimos también ternura por nuestro pueblo y por ello le damos educación. Libre, pública, gratuita y de calidad (de la que se merecen, por supuesto). Y transformamos así a la movilidad social ascendente en el nuevo opio de los pueblos.
Tal como sostiene Pierre Bourdieu, los agentes sociales que conformamos el llamado espacio social estamos dotados tanto de un capital económico como de un capital cultural, siendo estos dos factores recíprocos entre sí: mientras más dinero, más se invierte en la escolaridad; mientras más títulos de prestigio, trabajos mejor remunerados que incrementan sus ingresos. Así la estructura social tiende a perpetuarse sin fin. Por ende, existe igualdad de oportunidades siempre y cuando se tenga el privilegio del acceso a ellas. Algunas escaleras sociales tienen patas más cortas que otras o vienen desde mucho más abajo y no llegan a estar a la altura de los mismos. No hay entonces equidad: no nos sirve lustrar los infinitos pasamanos que llevan al éxito si la población no está dotada de iguales recursos para alcanzarlos. Pero no debemos recaer en las facilidades de condenar a los bajitos y culparlos de una ineptitud que nosotros mismos, como sistema, les inculcamos. Ni tampoco hacerlo en el tentador regocijo para el ego que implica la beneficencia y el hacerles upa, el hacerlos sentir que pueden porque fueron tocados por la varita mágica de nuestra omnipotencia; por el contrario, debemos ayudarlos a crecer y por sí mismos.
Sin embargo, la educación, en los términos mediocres en los que está planteada hoy, no está destinada para hacer crecer ni aun a los más privilegiados. Existe una cierta inercia alienante. Un flujo hídrico social que se mueve contenido por canales que una superestructura impone. De esto habla Paulo Freire en su ‘Pedagogía del oprimido’ cuando habla de la existencia de una educación para la domesticación alienada en contraste con una educación para la libertad, de una educación para el hombre-objeto o de una educación para el hombre-sujeto. Genera así una crítica muy importante a los sistemas educativos que pregonan la llamada ‘educación bancaria’, aquella que moldea a su gusto, que condiciona, que objetiviza, que convierte al sujeto en un mero depósito de ideologías, que acondiciona las mentes humanas para la comodidad de sus prejuicios y valores egoístas, que decora la psiquis a brillantes lucecitas, que despliega en ella alfombras de paño rojo gigantes, cuelga cortinas de sedas carísimas e instala sillones mullidos para instalar allí, en aquel paraíso de diseño aristócrata, a su estáticamente haragán y vacío sistema de dominación política. Aquella reconstrucción persuasiva está tan magistralmente planeada que nos resulta absoluta e indiscutidamente natural. Prácticamente nos convencen de alquilar nuestros departamentos al peor inquilino absolutamente gratis (pero a costa de nuestra integridad, aunque a eso no lo sabemos hasta después de mucho) e invisiblemente nos obligan a sentir que el privilegio es todo nuestro, que al favor nos lo están haciendo ellos, y un día, sin darnos cuenta, empezamos a pregonar orgullosos las características dignas de alabanza que nuestro inquilino posee y como no hay uno igual en ninguna otra parte del mundo. Hola a ser nacionalistas y etnocentristas. Así, lo demás pasa a ser sandeces, mediocridad, revolución, comunismo. La sublevación del pueblo es lo peor que podría pasarnos (a nosotros, el pueblo) porque cambia todas las estructuras sociales, trae beneficios al oprimido, trae la justicia y todas esas palabrerías utópicas de jóvenes insolentes que no saben respetar instituciones que, por supuesto, no necesitamos porque nosotros no somos oprimidos. No. Somos ciudadanos ilustres, actores políticos sumisos, porque así nos enseñaron que es la política. Debemos seguir el protocolo y nuestra adorada burocracia. Debemos ser los mejores ciudadanos. Ellos nacieron para gobernar y nosotros para ser los gobernados. Y los mejores profesionales y estudiantes. Debemos asentir ante el maestro y dar por sentado que todo lo que dice es un hecho. Ellos nacieron para ser los que saben y nosotros para ser los que aprendemos.
El problema está en que no somos vistos por el sistema educativo más que como meros prototipos o, peor aún, como meros estereotipos. Somos un proyecto a futuro: una Pyme en la que todos compran acciones, especulando en la bolsa nuestro éxito rotundo de acuerdo al contexto social del que venimos. La idea de que a nuestro ascenso social lo traerá un título es ilusa. Nuestra educación solo lo estatiza aún más: aquel que no viene de casa con el capital cultural necesario tiene muy pocas probabilidades de triunfar en estos sistemas excluyentes e individualistas. Los ayudamos a aprobar, pero con actitud condescendiente, con resignación docente. El plan es que termine la secundaria y ya. No tenía futuro antes y no vamos a construírselo ahora. No tiene capacidades ni expectativas. Es un ‘caso perdido’, la pedagogía no podrá salvarlo. Es increíble pensar que a pesar de los discursos integradores que pregonamos aún seguimos pensando con la lógica darwiniana: ‘Solo sobrevive el más apto’. Le dimos educación para que salga de su pobreza y como no aprovechó la oportunidad, ahora la merece el doble. Justificamos su posición lógicamente. El construyó su propia mediocridad, pero nunca mencionamos que fue porque se le dieron los materiales de peor calidad.
A esto iba cuando decía que la movilidad social ascendente es el opio de los pueblos. No debemos permitir estos abusos, alojarnos en la comodidad de la indiferencia o creerles el cuento, porque cuanto más precisos logren hacer nuestros engranajes simbólicos, mejores esclavos de su hegemonía seremos.
Si somos sujetos y, por ende, tendemos a la subjetividad, entonces, ¿por qué el discurso que se busca instaurar en las escuelas parece ser uniforme? No debemos creer que estudiar es ser un autómata, una máquina de repetir frases prearmadas. Nuestra inteligencia no es artificial: es filosófica. No nacimos para quedar obsoletos por imposiciones ideológicas.
Y a pesar de ello, ese parece ser el objetivo de la escolaridad: en el plan de crear a estos ciudadanos ilustres, a estos profesionales distinguidos, se pierde en el medio al ser, cuando se le implanta el chip de la meritocracia. Básicamente, para que la empresa funcione se debe reprimir la sindicalización de las ideas, pero como seres pensantes no debemos permitir tal sabotaje. Debemos cuestionar aquello que se nos impone, debemos valorar el yo por sobre el título, el ser por sobre el ser alguien y usar así como arma el conocimiento que nos es impartido. Debemos negociarlo, instruirnos, dejar de ser ilusos, dejar de ser meros envases. Debemos ser funcionales al pueblo, no a la élite. El Estado debe subordinarse a la voluntad popular y no viceversa. La educación, y aún más esta educación para la acción que se propone, hace a la política. Y es la política la única que, junto al pueblo, podrá salvarnos.
Amiguémonos con nuestra esencia filosófica y despojémonos de las atroces superficialidades dictatoriales impuestas. Hagamos de la meritocracia el opio de las élites y destrocemos su individualismo alienante colectivamente, popularmente, sentimentalmente, pensativamente. Repito: la reducción de las desigualdades socioeconómicas es la única que podrá salvarnos, no nuestro título. Solo así, con un cambio total en el sistema, con aquella educación para el hombre-sujeto, para la libertad, que Pablo Freire ansía, con nuestro espíritu crítico recargado, con el diálogo y la discusión antes que la inercia del asentimiento, con una educación destinada a la emancipación y a la acción política, lograremos la anhelada justicia social y la palabra utopía empezará a ser sinónimo de realidad.
Solo así la educación logrará ser auténtica. Y aún más importante: un arma del pueblo y no de la élite”.