Escribe: Pepo Garay ESPECIAL PARA EL DIARIO
De deliciosa arquitectura, la ciudad presenta los típicos rasgos de la urbanidad holandesa. A ello le añade modernidad y algo de formas rurales, lo que termina por enamorar al viajero
Ubicado en el centro sur de Holanda, muy cerca de la frontera con Alemania, Arnhem sirve de buen resumen de Europa. Una ciudad bonita, tranquila, elegante, pulcra. Repleta de joyas de antaño y líneas modernas, tándem tan propio del Viejo Continente y que aquí se puede apreciar con toda la tranquilidad del mundo, merced a lo bondadoso, cómodo y pequeño del plano (apenas 150 mil habitantes viven aquí).
Pero además, Arnhem es un canto a los Países Bajos. Al reino caracterizado por sus verdes campos, sus gringas gentes, sus molinos, sus quesos, sus típicos zuecos y sus ciudades ordenadas y tan bien parecidas. Como esta, la capital de la provincia de Güeldres, que luce un rostro amable y protagonizado por la clásica arquitectura holandesa, la de las postales, la que extrañamente nos remonta a imágenes perdidas de una infancia que no vivimos.
Al igual que la inmensa mayoría de las urbes europeas, Arnhem presenta una condensación importante de gente. O lo que es lo mismo: muchas personas en un mapa corto. Acaso el doble de población de Villa María en la mitad del espacio, o algo así. Aquello beneficia al viajero, que no tiene más que caminar unas pocas cuadras para ir conociendo lo más loado de la propuesta.
Así de cómodo, perfumado por los soles que pueblan el verano nórdico (de julio a septiembre) y maravillado con las neblinas de cine del invierno, el forastero saldrá a recorrer el marco donde las que mandan son las tradicionales construcciones de ladrillo visto. Tres plantas, balcones, altillo en las alturas y unos tejados a dos aguas que dan ganas de abrazar. Es casi entrañable la pintura.
Tal orden estético de las cosas destaca y marca la música, aunque también sobresalen cantidad de edificios notables. El primero y capitán es la espectacular Iglesia de San Eusebio. Una mole de estilo gótico de casi 100 metros de alto, delirante su figura cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo XV, nada menos.
Después, reclaman miradas el Molino de Viento y sus folclóricas aspas (curiosamente localizado en pleno centro), la Casa de la Cultura y la estación de trenes. Estas dos últimas, son obras que hablan del siglo XXI, de la vanguardia. Esa que combina con los raros peinados nuevos de los jóvenes (y no tanto), con las ropas coloridas, con las chicas de cabello teñido de azul, con los grafitis de elevado gusto artístico que tiñen muros callejeros.
Todo, a pasitos de un Rin (“Rijn”, en el complejo idioma local) que deja correr el agua bajo puentes distinguidos, los que atraviesan miles y miles de bicicletas (otra marca registrada de Holanda).
A disfrutar del escenario… y la cerveza
Tras la primera exploración, nada como dirigirse a Korenmarkt y tirar el ancla en el sector de mesas al aire libre de los múltiples barcitos y cafés del sector. Se trata de la principal plaza de la ciudad, donde propios y extraños se juntan a disfrutar de la charla, la premiada cerveza del país y las vistas de los alrededores. Enamora el escenario con las casas de tres pisos y sus virtudes ya citadas.
Para el final queda la visita a otros dos íconos de Arnhem: el Zoológico Burgers y el Museo Neerlandés al Aire Libre.
El primero, incluye sectores ambientados como selvas tropicales, sabanas, desiertos y pantanos con manglares, cada uno habitado por las especies que corresponden a dichos hábitats.
El segundo convoca a los turistas de la mano de su peculiar y atractivo perfil. Hablamos de un sueño henchido de 80 casas de madera, corrales, granjas y molinos de viento que transportan a otro tiempo, el de la Holanda más rural. Lugar común que tanto cautiva y que Arnhem cobija en su esencia.