Nacido en Nicorvo, Lombardía, en el año 24, Pietro Gardella fue reclutado en el 43 por los alemanes. Fue conducido junto a 3.500 soldados italianos a la ciudad de Paderborn, donde recibió instrucción militar. Allí pasó hambre, enfermedad y frío. Hasta que en el 45 lo enviaron al Piamonte para controlar la frontera, donde pudo escapar con la ayuda de una mujer guerrillera. Desde el 47 “Pierino” vive en Villa María, donde es uno de los veteranos de guerra más prestigiosos
Antes de este reportaje yo no sabía nada de Pietro Gardella. Ni que había estado en Alemania, ni que había escapado del ejército ni que hacía casi 70 años que estaba radicado en Villa María. Mucho menos que el historiador Daniel Baysre había publicado un libro con sus memorias en 2003. Sólo sabía, por una charla informal con Jesús “Chochi” Trento, que la Sociedad Italiana había homenajeado a sus últimos cuatro inmigrantes y que, con 92 años, “Pierino” era el más longevo. “¿Ves la foto? -me dijo el presidente de la colectividad- Acá está “Pierino” con el casco de la Guardia Alpina”. Y entonces le dije a Trento que lo quería entrevistar. “Bárbaro. Te lo consigo para mañana a las diez”. Al otro día, puntual como un reloj suizo, estaba “Pierino” en los altos de la calle Mendoza. No traía nada excepto una fotocopia del libro (que no pude ni hojear), una memoria prodigiosa y una condición física que, con la mitad de sus años, le envidio. Prendí mi grabador y casi no hablé durante los 80 minutos que duró la nota. Al apagarlo, entendí que quien habló no era un hombre de 92 años sino aquel muchacho que un día partió de su pueblo natal a la guerra. Fue aquel “bambino lombardo” quien me relató su historia.
Nicorvo y el soldado invisible
“La guerra para nosotros empezó en el 35, cuando Mussolini mandó voluntarios a Abisinia a pelear contra el rey Negus. Me acuerdo que por cada terreno que tomábamos, la maestra ponía “banderinas” italianas en el mapa. Nosotros nos reíamos. Pero en el ´43 se formó el eje Tokio-Roma-Berlín y me llamaron de Bologna para hacer el servicio. Fue cuando los aliados desembarcaron en Sicilia. Entonces ya no nos reíamos. Los alemanes ocuparon toda Italia y a cada intendente le pusieron un sargento nazi que le daba órdenes. Había afiches en la pared diciendo que todos los conscriptos del ´24 tenían que presentarse en el distrito más cercano. Pero yo no fui al ejército ni me uní a la guerrilla. Me quedé en casa de mi abuela en Bologna y entonces me fueron a buscar de la “SS” a la casa de mi pueblo, en Nicorvo. Mi mamá les decía “está haciendo el servicio”. Y ellos le decían “en el cuartel de Bologna no está. Y si no está en el cuartel y no está en su casa, está con la guerrilla”. La segunda vez que vinieron, como yo seguía sin aparecer, se lo llevaron a mi papá. Por cada alemán que moría, la SS te fusilaba diez italianos. Y yo tuve miedo que lo mataran a él y me presenté al otro día. Les dije que estaba volviendo de Bologna y que me había perdido en el campo. Me pusieron ocho días preso en Pavía y después nos mandaron a Alemania”.
Paderborn: instrucción militar
“Muchos se fugaron de noche pero yo tuve miedo por mi papá y me quedé. Eramos 40 soldados en un vagón de hacienda y el tren iba parando en los pueblitos y reclutando conscriptos. Nuestra compañía llegó a tener 350 soldados. En Alemania nos llevaron a Paderborn, a 150 kilómetros de Holanda. Allá veíamos aviones de los aliados todo el tiempo y nunca se caían, como decían por la radio. Todos los días nos mandaban a limpiar los escombros de los bombardeos, que se escuchaban a la tardecita como el hervor de una olla. Dormíamos en grupos de a doce en un “capanone”, que era un cuartel de madera con piso de tierra. Así que estábamos tirados en el pasto y llenos de piojos. En invierno hacía un frío impresionante y no te podías enfermar porque si te enfermabas te morías y no había problema: uno menos. Yo me agarré una pulmonía, pero me salvé, aunque todavía me quedó la tos”.
“Un día entró un alemán con intérprete y me nombró “capo della squadra”. O sea que yo administraba la comida para los otros once. El pan era como un ladrillo y salían doce porciones justas. Y yo las tenía que cortar cada día en rodajas exactas y ponerles margarina. Después las sorteábamos porque no todas salían iguales. Al mediodía nos daban una estampilla y te presentabas en la cocina. Ahí te ponían una cucharada de repollo o de papas o leche con avena que a mí me encantaba. Con decirte que todavía la tomo. Y eso era todo. Las calorías justas para no morirte de hambre. Los días de lluvia escribían en un pizarrón “no hay comida porque no pudo entrar el camión”. Y entonces no comías. A veces nos pasábamos dos o tres días sin comer. Y cuando por fin venía el camión, no te daban la ración pasada. Comías ese día y por los otros te jodías”.
“La vez que mejor comimos fue cuando estuvo Mussolini. Los alemanes lo habían traído para cuidarlo de los aliados y lo retuvieron por propaganda, para que todos se enteraran que estaba vivo. Lo vi a 20 metros, con el torso desnudo. Ese día nos sirvieron dos rodajas de salame de Milano y un plato de mostacholes con salsa y fuimos felices”.
“A la tarde tirábamos con el fusil 165. Había que aprender a armarlo y desarmarlo en la oscuridad en caso de ataque. Yo empecé tirando regular, pero después mejoré mucho. Si dabas en el blanco ocho tiros sobre diez, te daban doble cucharada. Eso me incentivó. Así que dos por tres tenía doble ración. No sólo eso. Al final del año estaba entre los cuatro o cinco mejores tiradores de los 350”.
“Un día, avanzada la guerra y cuando decían que nos iban a mandar de nuevo a Italia, me dan una ametralladora. Yo pensé “si acierto, me van a mandar al frente”. Así que empecé a errar. Y un oficial me dice “Explíqueme, Gardella, cómo erra cuando acá veo que tiene doble cucharada tal día, tal otro, tal otro… Acierte o hay pena” ¿qué les ibas a decir? Me pusieron un cartón que de lejos era como un hombre cuerpo a tierra y lo llené de agujeros. Volvimos a Italia y me salvé del calabozo”.
Cúneo: de vuelta a Italia
“En Italia seguía la guerrilla y de noche los aviones yanquis tiraban bolsas con cigarrillos, fósforos, jabón, chocolates y armas. Avisaban con bengalas de colores a los guerrilleros y cuando llegaba el ejército ya habían repartido todo. También se escuchaba una radio clandestina que transmitía la verdad. Pero si el ejército te encontraba escuchando, te llevaba preso. Así iban las cosas cuando salimos en el tren. Llegamos al Piamonte de noche y yo tenía una alegría bárbara por estar de nuevo en mi país. Pero apenas pasamos el túnel explotó una bomba bajo el riel y voló la máquina y dos vagones. Nos bajamos cuerpo a tierra y el sargento gritaba “¡Fuego!” Yo corrí 40 metros, me metí en un surco, apunté, pero no tiré. ¿A quién le iba a tirar si no había nadie? La guerrilla es así. Ponen la bomba y se van. Después pasaron lista y faltaban 21 soldados. Los tuvimos que juntar: piernas, brazos, cabezas con cascos… Yo levanté una sola vez y después dejé. Era un trabajo espantoso. Después caminamos un montón de kilómetros bordeando el río hasta Cúneo y nos instalamos en unas casas rurales. Al otro día fuimos al pueblito más cercano, Entracque. Había panfletos tirados que decían: “Si sos soldado italiano peleando para los alemanes, entregate pacíficamente que la guerra ya está perdida. No sigas matando a tus propios hermanos”, ¿ qué hacías vos?”
“Me acuerdo que llegamos a la fuente del pueblo y ahí nos bañamos y nos afeitamos con baldes. Teníamos que hacer control de ruta en Cúneo porque de ahí se iba a Francia y había mucho mercado negro. En esa época estaba todo racionado por Mussolini. Pero nosotros dejábamos pasar a todos. Había mucha pobreza. ¿Y cómo ibas a parar a un pobre hombre que llevaba un poco de manteca o de cereal a su casa?”
“Al otro día se me ocurrió decirles a mis compañeros: “Vamos a misa a charlar con el cura, que nos vea la gente del pueblo, que sepa que somos pacíficos”. Y efectivamente hablamos con el cura en la puerta de la iglesia cuando se me acerca una chica morochita. Me habló aparte y me dijo: “Soldado, por favor, ¿me podrías conseguir un poco de sal que no nos dan?” Yo le dije que sí, que no se hiciera problema. Y al otro día fui a su casa, pero con dos soldados más. No podías ir solo porque a lo mejor era una emboscada de la guerrilla. Ahí vos no sabés con quién hablás. La chica nos hizo pasar. Vivía en un establo con una vaca y una oveja. La vaca era para la leche y la oveja para la lana. El papá estaba enfermo en un catre y los animales le calentaban la casa. Tenía como mesa un tronco y las sillas eran unos troncos más chiquitos. Dejamos el fusil descargado por si alguien nos veía, que supiera que no estábamos apuntando. La chica nos puso un montón de castañas, nueces y avellanas para que partiéramos con un martillo de madera y yo le di la sal que traje en el bolsillo. Puse el puñado en la mesa y para ella fue como oro. Desde ese entonces iba a verla siempre. Le llevaba la sal y el aceite y la chica nos hacía pasar. Después, durante cuatro horas, volvíamos a pie al campamento. Hasta que un día ella me confesó: “Vos sos bueno y yo te quiero mucho porque nos traés de todo. Y quiero decirte que mi hermano es uno de los jefes de la guerrilla de acá”. Yo me quedé helado. “No tengas miedo que él te cuida”. Y yo “¿Cómo que él me cuida?” Y ella: “Sí, cada vez que te vas caminando hasta tu puesto te vigila y le dice a los otros que no te tiren porque sos bueno y nos ayudás”. Cuando llegué al campamento le conté a los otros y les dije: “Miren muchachos, yo estoy metido hasta la cabeza porque sin saber estoy ayudando a gente de la guerrilla. Así que me voy. Cuando pasen lista mañana y pregunten por mí, ustedes no me vieron”.
Entracque, Cúneo, Nicorvo y Villa María:
epílogo
“Al otro día me levanté antes que todos y agarré el fusil, el casco, la máscara antigás, la mochila y me fui hasta el pueblito. La chica le había hablado a un verdulero para que me llevara hasta Cúneo. Me subí al carro apurado porque no había tiempo para despedidas. Y le di una propina al verdulero y fui con el uniforme. Si me paraban yo les iba a decir: “Militar en tránsito”. Antes de llegar a Cúneo, el verdulero me dice “soldado, bajate acá porque no quiero problemas”. Y tenía razón. Cuando entré a Cúneo empezó un bombardeo terrible. Yo justo estaba en la plaza así que me iba escondiendo atrás de la fuente, cuerpo a tierra y contra la dirección de los aviones. Cuando terminó el bombardeo me fui a la autopista y tomé un camión a Milano. Los camiones no te querían llevar porque tenían prohibido transportar militares. A los pocos kilómetros nos pararon. “Tengo que ir a Verceli por un tema de enfermedad”, les dije. Verceli era cerca de mi pueblo y ellos me miraban con desconfianza. “Vengo de Cúneo y antes estuve dos años en Alemania”. Cuando les mostré la libretita con los sellos alemanes, se quedaron tan fascinados que me dejaron pasar. Así que me volví mitad a pie y mitad en un camión cargado con fardos de algodón. Me bajé en el campo y una familia me dio de comer pan y huevos. Después seguí caminando y antes de terminada la guerra ya estaba en mi casa de Nicorvo, escondido de nuevo. Igual que dos años atrás volví a ser invisible. El 25 de mayo todo terminó y por fin pude salir. Dos años después ya estaba en Villa María, pero esa es otra historia que vos ya la sabés ¿no?”.
El relato de “Pierino” termina aquí. No sólo porque hace una hora y media que lo estoy grabando y los muchachos de la Sociedad Italiana tienen que cerrar, sino porque pareciera que no me quiere contar nada más, que da por sentado que a su historia villamariense la conozco de memoria. “Llegué acá en el ´47 a trabajar con un tío al hotel San Martín frente al túnel. Después pusimos el Copetín al Paso en Corrientes y San Martín, del ´53 al ´75, después me jubilé y acá estamos…”
Me quedan dos preguntas. La primera, si volvió a Italia. “¿Qué si volví? ¡Voy cada dos años! El año pasado estuve en Entracque y estaba todo igual… La fuente, las callecitas, la iglesia donde charlamos con el cura…” ¿Y la chica morochita, Pierino? ¿La volvió a ver? Esta es mi última pregunta y el hombre hace una breve pausa. Noto que una lágrima le cae de uno de sus ojos y no sé si es producto de la vejez, de alguna catarata o de una nostalgia súbita. “No, muchacho, nunca más la vi. El año pasado pasé por donde antes era el establo pero ya no estaba más… No había nada y fue una tristeza…”
Pienso en la guerra y sus horrores, pero también en su inevitable piedad; esa que le arranca a las personas que entienden el sufrimiento del otro. Y entonces se vuelven pura misericordia, bondad o amor a primera vista. Es un sentimiento irreprimible que se abre entre dos seres humanos como una ranura de luz fugaz, como una puerta entreabierta que invita a pasar al otro lado ¿Qué hubiera sido de Pierino, me digo, si en Entracque hubiera empujado esa puerta y en esa misma iglesia se hubiera casado con “la chica morochita” de las nueces? La guerra estaba terminando y acaso se podrían haber escondido en el granero o con la guerrilla, haber tenido hijos en Cúneo que a su vez hoy tendrían hijos en un país del primer mundo, haber envejecido juntos. Pero nada de eso pasó ni pasará en otro plano que no sea el de la imaginación. “No había nada, y eso fue una tristeza”. Y es en ese plano donde me hago una película dirigida en mi cabeza por Vittorio de Sica. Allí, un muchacho de la milicia (Pierino) toma de la mano a una chica campesina (Sofía Loren) y los dos van rumbo a un altar de pueblo ante el cura que días atrás los presentó. La misma palma robusta y viril que apretó la sal toma ahora la mano frágil de la mujer que un día le ofreció su corazón en un puñado de almendras. Como un manojo de amor contra el odio vacío de la guerra.
Iván Wielikosielek