Por el Peregrino Impertinente
“Que me vienen con la Pantera Rosa, la Rosa de Alejandría o Rosana, que encima cantando parece la Madre Teresa de Calcuta drogada”, piensa el viajero, mientras hojea la revista “Viajemos, que estamos al pedo” y lee una nota del lago Rosa.
El espejo de agua en cuestión está ubicado al norte de Senegal, en el este africano. Como el lector se podrá imaginar, le debe el nombre al color de sus aguas. Esta cualidad extraordinaria y rimbombante la convierten en una verdadera maravilla natural, siendo la envidia de primos menos felices como el Lago Negro, el Lago Marrón o el Lagomarsino, famoso por tener una cara de salame que tumba a siete millas náuticas de distancia.
También conocido como Retba, el espejo de agua posee una extensión de apenas tres kilómetros cuadrados, lo que pone en evidencia que el tamaño no es lo más importante en la vida. “Yo no estaría tan seguro de eso” dice Olembe, un multipremiado nativo de la tribu Peulhs a quien cada vez que lo ven le tiran una pelota playera, para que la foca bebé tenga con qué entretenerse.
Llegados a este punto, resulta importante decir que el lago adquiere esa particular tonalidad a causa de unas extrañas bacterias que lo habitan, y que toman especial protagonismo durante las estaciones secas. Para los más golpeados anímicamente por los ajustes macristas, decirle que las estaciones secas no son “todas”, sino aquellas en las que prácticamente no llueve.
Asimismo, hay que señalar que el lago tiene una fuerte concentración salina (en torno al 40%), fenómeno que sirve como fuente de trabajo a los locales, y que además permite que los cuerpos humanos floten fácilmente en la superficie. “Tal cual: el juez, el fiscal federal, el comisario y la media decena de testigos que ves ahí, están flotando a causa de la sal. Es una cosa apasionante”, cuenta Kinsasha Corleone, personaje local de descendencia siciliana a quien mejor no tener de enemigo.