Cuando nos llamaron desde la veterinaria donde estaba internado para decirnos que su corazón se había detenido, sentimos esa sensación que estalla por los ojos y a la que no le queda más remedio que los abrazos.
Más allá de la cuestión médica, lo que sentimos es que su corazón se terminó; no que se detuvo. Porque durante 11 años comprobamos cómo lo fue dando cada día un poquito a todos nosotros, en especial a nuestros hijos.
Cuando de chiquitos lo usaban de almohada, cuando pocos años después lo querían montar como si de Tornado se tratase, cuando últimamente lo envolvían en interminables abrazos que rodaban por el pasto… él se dejaba. Y cuando entraban a la casa, Sadam se subía a la mesa del patio, su atalaya, para controlar a través de las ventanas que todo estuviera bien ahí dentro.
Nos quedan dos perras tan hermosas como él, pero nos falta él. Y notamos que a ellas también les falta ese manto negro, seguro de su lugar, manto de compañerismo, familiero…
Quedamos con una difícil sensación de vacío, a la ansiosa espera de ese tiempo en el cual la alegría por los recuerdos de los momentos compartidos empiece a ganarle al dolor. Ahí, en ese espacio donde Soriano diría que “no habrá más penas ni olvido”, ahí queremos tener siempre a Sadam.
Ciro, Julia, mamá y papá