Los caminos que recorre un joven posiblemente infractor cuando ingresa en el dispositivo jurídico policial, es lo más parecido a un vía crucis de violencia y destrucción.
En estos últimos días fue manipulada la cuestión de la imputabilidad de los menores a raíz de hechos delictivos en los que estuvieron involucrados, repercutiendo profundamente y generando distintas opiniones respecto a la forma en que se deben atender estas cuestiones de violencia.
Sin embargo, si no nos permitimos reflexionar con sensibilidad esta contundente afirmación, se transforma en una cáscara vacía que incluso se puede volver en contra, si no se le da al tema el abordaje riguroso que requiere.
Hablar hoy de la baja de la edad de imputabilidad es un caballo de Troya que puede introducir las concepciones más retardatarias y represivas, por consiguiente es conveniente considerar las consecuencias devastadoras para la subjetividad de nuestros jóvenes, que no deben ser minimizadas de ninguna forma; en realidad está amenazada toda una generación. Se trata de un verdadero genocidio de los jóvenes.
Ninguna medida de carácter legislativo, administrativo o de cualquier índole puede ignorar este dato. Hay que evitar el riesgo de hacer una relación de causalidad mecánica entre pobreza y delincuencia en los jóvenes, porque esta mecánica es uno de los procedimientos para la criminalización de la pobreza, ya que el problema infraccional debe ser abordado desde la multicausalidad.
Esto no invalida la necesidad de ubicar como un tema de principios la cuestión de la responsabilidad adolescente, que requiere de sus tiempos para que el conjunto de la sociedad lo incorpore en sus debates.
Hoy, la primacía de la concepción represiva en el imaginario colectivo, particularmente a través de medios de comunicación y también del accionar de los sectores reaccionarios, dificulta la posibilidad constructiva de esta discusión.
La Asamblea Permanente por los Derechos Humanos tiene la obligación de opinar y aportar conceptos que permitan reflexionar sobre estas situaciones puntuales, con el propósito de tener una mirada más global sobre la violencia instalada en nuestra sociedad.
Vale la pena que nos hagamos ciertas preguntas, que nos permitan acercarnos a esta temática con objetividad y madurez. ¿Cuántos son los niños que no estudian, ni trabajan? ¿Quién se conmueve por esta realidad? ¿Cómo responde la sociedad, en el marco de su responsabilidad colectiva, frente a los niños y jóvenes abandonados a su suerte, víctimas de un contexto social que los expulsa y los margina? ¿Cuáles son las condiciones básicas para que los niños y jóvenes tengan la posibilidad del acceso a los derechos, a la libertad y a la dignidad humana?
Niños y jóvenes, víctimas de la negación de sus derechos, excluidos de derechos ciudadanos mínimos, que comienzan por el hambre, siguen por diversos aspectos de sus vidas, al punto que se niega su existencia como personas. Son menores y menores nos resultan sus problemas. Como todos los niños y jóvenes, tienen deseos y sueños que no conocemos, que no tienen espacio para expresarse, y donde el ejercicio de la violencia resulta un modo eficiente de reconocimiento social.
¿Cómo tendríamos que cambiar nuestra mirada y nuestro compromiso para que fuera posible establecer las condiciones mínimas para que los sueños, los juegos y los deseos de los niños y jóvenes sean armónicamente compatibles con sus derechos? El derecho mira a los niños y jóvenes con cierta indiferencia e “incapacidad” para tener derechos y esa dirección conduce a que sean considerados, no como personas, sino como objetos. La estructura normativa está, pero muchas veces sólo sirve para obstaculizar los sueños, los juegos y los deseos de los niños.
Las leyes nacionales y provinciales se han adecuado a la Convención de los Derechos del Niño y están consagrados en la Constitución Nacional a partir de la reforma de 1994. El tema radica en la efectividad de las mismas, en su aplicación, porque el derecho se tiene cuando se ejerce, no hay otra forma de experimentarlo. Los niños se reconocen como personas en la medida que pueden ir ejerciendo sus derechos. La familia, la escuela, la sociedad, el Estado, deben establecer las condiciones para la construcción de espacios donde el niño pueda encontrarse con valores, aprender y aprehenderse y ser partícipes de su propia existencia.
El Estado es el máximo responsable de establecer los parámetros que faciliten esa construcción, porque en una sociedad de desiguales, sobrevive el más apto, y en esa contradicción entre democracia y el poder funcional, entre la insuficiencia de la igualdad ante la ley y el reconocimiento de las diferencias, es necesario un poder relevante que coloque las cosas en sus respectivos lugares. Los excluidos frente a esa realidad pretenden sobrevivir y procuran sus propios mecanismos y estrategias de sobrevivencia.
En síntesis, nos permitimos afirmar que la problemática adolescente no puede quedar hegemonizada por el abordaje legislativo y jurídico; que se debe rescatar la interdisciplinaridad y la participación de la sociedad civil y en esta circunstancia son los propios jóvenes los que deben pautar sus obligaciones; que el problema no pasa por la edad de imputabilidad. El eje principal debe estar centrado en políticas públicas que garanticen el derecho de los jóvenes a trabajar, a estudiar, y a ser considerados sujetos de derechos responsables.
Afirmamos que es anacrónico y antidemocrático que la opinión de los jóvenes no tenga ninguna incidencia en el tema que se está abordando; que es necesario crear las condiciones para que las organizaciones juveniles se expresen activamente. No se puede cuestionar la categoría de menor cuando hablamos de derechos y reproducirla en forma ampliada en cuestiones de responsabilidad.
Hay que ir al encuentro de los chicos, no para incorporarlos al sistema penal, sino a la sociedad. El sistema penal no resuelve nada, agudiza el problema, las cárceles los convierten en delincuentes, son usinas de nuevos delincuentes. A los niños violentos hay que incorporarlos a programas especiales de reinserción.
APDH del Departamento
General San Martín