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Tan solo un hombre

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Tan solo un hombre
El recientemente fallecido exgobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz

Escribe Jorge Oscar Piva* ESPECIAL PARA EL DIARIO

El recientemente fallecido exgobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz

Había un prejuicio o leyenda urbana sobre el autoritarismo en el estilo del gobernador Angeloz. Tenía, naturalmente, un vozarrón altisonante, que se acentuaba en momentos de tensiones. Se sumaba a su corpulencia y a la distancia que imponía su sola investidura, como ocurre con muchos funcionarios o personajes encumbrados. Por esto, sí, algunos dependientes se cohibían ante su presencia. Pero era respetuoso y afable, apegado a las formalidades del trato. Sólo una sola vez lo oí insultar eligiendo las palabras (no esas exclamaciones que uno profiere como una interjección). Fue cuando ya había concluido su mandato como gobernador, la opinión pública había sido inducida a la convicción de su culpabilidad en el proceso por enriquecimiento ilícito y varios correligionarios fogoneaban la acusación, esperando heredar sus votos y poder partidario. Alguien propuso prohibirle la entrada a la Casa Radical y entonces dijo: “Siempre hubo hijos de p… en el Partido, pero ahora se han juntado todos”. Ya era tarde para atender el vaticinio de su ministro y amigo Jorge Sappia sobre el tercer período de gobierno, cuando Angeloz le pidió que lo acompañara porque se iba a presentar: “Sí, Pocho, yo te sigo adonde quieras, pero no aceptes, nos van a destruir”.

Como gobernador, nunca tuvo preocupaciones de seguridad: apenas asumió redistribuyó a la custodia policial y dos veces entraron desconocidos a su despacho, a la tarde; entre el recinto y la calle mediaban cuatro puertas, tres generalmente abiertas. En público lo acompañaba un supuesto custodio, Polinari, un fiel correligionario petiso y panzón más apto para comer asados que para contener tumultos. En su secretaría privada trabajaban nueve personas en dos turnos. Prensa, Difusión y Protocolo, tres áreas distintas, sumaban una veintena de personas en total: un chiste comparado a lo que hoy son los ejércitos de asesores y profesionales de la comunicación que rodean no ya a un gobernador, sino a un simple subsecretario.

Tuvo un desapego extremo por objetos y cosas materiales a los que otros dan suma importancia: durante 11 años su despacho tuvo los mismos muebles, alfombras y cortinados. Lo único que aportó al llegar fueron dos fotos: Amadeo Sabattini y Arturo Illia. Durante todo ese tiempo sus colaboradores amontonaron en un cuartito y en un desorden fenomenal los diplomas, regalos y paquetes -varios sin abrir- que iba recibiendo en sus giras o por alguna gestión o trámite: los registraba con su memoria de computadora y hasta era capaz de agradecerlos por gentileza meses después, cuando se cruzaba nuevamente con el remitente, pero nunca les dio importancia.

Si los tuvo, no manifestó en público rencores por zancadillas y felonías propias de lo que se llama “el barro de la política”. Poco antes del golpe militar del 76 lo fue a buscar, en plena madrugada, una patrulla militar encabezada por un policía despectivo que golpeó la puerta a los gritos: “¡Que salga el doctorcito!”. Angeloz, por entonces senador nacional, saltó de la cama y subió a los techos dispuesto a no dejarse atrapar. (“Una locura, no sé adónde iría sin anteojos y en calzoncillos”, dijo). Su esposa Martha les cortó el paso a los uniformados, en el living: “Si nuestro amigo el coronel Villarreal se entera de que han entrado así a mi casa, no le va a gustar, va a querer saber quiénes son. ¿Quién es usted?” Era el oficial Bossina, que ante la mención de Villarreal -por entonces uno de los jefes del Tercer Cuerpo de Ejército, casado con una íntima amiga de la señora Martha- miró al militar que lo secundaba, dudaron y decidieron retirarse. Diez años después Angeloz asume la Gobernación y le llega la lista de ascensos policiales propuestos, donde figura un tal Bossina. Manda averiguar si es el mismo de aquella madrugada: y sí, es él. Lo cita a su despacho, lo hace esperar una hora o más, tiempo suficiente para que el policía llegue al límite de sus especulaciones, nervios y transpiración. Lo hace pasar, lo invita a tomar café, el policía no puede tragar nada. “Quiero saber por qué estaba usted allí, cómo era el mecanismo de esos allanamientos”. Bossina se afloja y le explica: media hora antes de llegar al objetivo, la patrulla militar buscaba al oficial de policía que debía acompañarlos para darle un viso de legalidad al procedimiento, ya que todavía el Gobierno era constitucional, el de Isabel Perón. En el auto que encabezaba la fila de camiones con soldados, el militar a cargo y el policía abrían un sobre cerrado con los datos del objetivo. Todo esto para que no hubiera filtraciones previas. Angeloz se levanta y acompaña a la salida a Bossina, que le pregunta qué va a pasar con él. “Nada. Si han propuesto su ascenso, debe ser porque es usted buen policía. Felicitaciones”. Nunca más lo vio, aunque supo que Bossina comentaba que “el gobernador es como un hermano para mí”.

Consideraba que era una obligación inherente al político estar dispuesto a atender cualquier inquietud, por más insignificante que fuera. En el peor momento del proceso en su contra, su abogado José Buteler le habló por teléfono para avisarle de una medida inminente que podía perjudicarlo aún más. Simultáneamente, un campesino del norte cordobés había llamado porque había circulado por una ruta a caballo, la Policía le había decomisado el caballo y pedía que “el doctor” intercediera. Angeloz pasó el resto de la mañana entre llamadas telefónicas a sus abogados y el rastreo de un comisario, al que no se podía ubicar. Un conocido que presenció toda la escena comentó: “O entendí mal o este tipo al que están por meter en cana se preocupa porque han metido en cana a un caballo”.

Con Raúl Alfonsín tuvo una relación oscilante entre la alianza de sus grupos internos, la amistad y la competencia por el poder partidario cuando Alfonsín renunció y Angeloz fue uno de los pocos radicales que sobrevivió políticamente. Tenían personalidades y carismas muy distintos. Con el tiempo, Angeloz reconocería que “el líder era Raúl. Yo nunca tuve vocación de líder. Yo solamente era un buen administrador de Córdoba”.

Hacia 2001 dejó la oficina prestada de su amigo Felipe Rodríguez y pasó a atender en el bar La Fenice, de Buenos Aires e Yrigoyen, a dos cuadras del departamento que fue su domicilio los últimos 20 años. Después que La Fenice cerró, se trasladó al bar Jonhny B. Good, en la misma avenida. Hasta fin del año pasado se lo podía encontrar allí a mediodía, siempre hablando de política. “Si tuviera que definirme, diría que soy simplemente un político. Desde los 18 años y excepto un tiempo en el estudio jurídico, nunca hice otra cosa”.

Hace dos meses recibí una llamada. Su inconfundible voz fuerte sonaba muy ajada.

-Estoy motorizando una idea. Ya tuve varias reuniones. Quiero que hagamos un plan cultural no para las próximas elecciones, sino para 2019. ¿Contamos con vos?

El conocía su enfermedad tanto como los médicos que lo trataban. Acepté, por cierto, sabiendo que esa idea jamás se iría a concretar. Concluí que ese hombre no había sido ni era ni un ángel ni un demonio, ni un superhéroe en su apogeo ni un político derrumbado en su ostracismo. Excepcional en algunas condiciones, pero común en las alegrías y tristezas, certezas y dudas, aciertos y errores. Un hombre con la cristiana convicción de que la esperanza y la fe en el futuro son la principal motivación para seguir viviendo, y morir con dignidad.

 

 

* Villamariense, recopilador de “La memoria necesaria”, libro autobiográfico de Eduardo Angeloz