Por el Peregrino Impertinente
Así como al momento de hablar de personas a las que les deseamos felicidad y bienaventuranza nadie se acuerda de Alfredo Leuco, a la hora de citar capitales latinoamericanas nadie trae a la mesa a Tegucigalpa. Debe ser por el nombre, que es más feo que meterle la traba a la abuelita de 97 años y pegarle en el suelo.
Tampoco es que la capital de Honduras haga mucho mérito. Una ciudad que no brilla en las guías de turismo, culpa de un plano que carece de múltiples edificios notables o espacios urbanos que a uno le den ganas de llenarlos de loas. Más bien dan ganas de llenarlos de lonas, para taparlos.
A ello, la metrópoli de aproximadamente un millón de habitantes le suma cierto desorden general, un tráfico caótico, pobreza y la inseguridad propia de la inmensa mayoría de las grandes urbes del continente. “Si lo dejaran en mis manos, verían lo que es bueno: un par de balazos en la frente les vamos a meter a los ortivas esos, guachos y toma frula”, comenta la Pato Bullrich, sentada de ojotas en una reposera, con una caja de jugo de uva “strong” en la mano, la mirada un toque perdida y el rictus como de querer asesinar a un osito panda con los dientes.
Sin embargo, el buen viajero sabrá disfrutar la otra cara de Tegucigalpa. Esa que ofrece verdes montañas asomándose en el rededor, calidez en su gente y cultura hondureña por doquier, además de un pequeño casco histórico que muestra algunos (un pañadito) de edificios religiosos atractivos. “Esta es la parte vieja, lo que queda de la época en la que la ciudad todavía no despertaba ardientes deseos de subirse al edificio más alto y hacer un tirabuzón con mortal invertida hacia atrás rumbo al vacío”, comenta el guía turístico, demasiado honesto como para recibir muchas propinas.