Pedro y su papá salieron a pasear por el campo junto con su perrito Toto. A los tres les gustaba mucho salir a jugar y a disfrutar de la naturaleza y el aire libre. El lugar adonde iban no estaba muy lejos de su casa y siempre había mucha gente por allí.
Pero este día fue diferente. Cuando llegaron al lugar habitual, se encontraron con unas máquinas enormes. Iban a construir un merendero y un parque, por lo que no se podría ir durante unos meses.
El papá de Pedro conocía al conductor de la máquina más grande y se acercó a verla. Aquella máquina era enorme como un castillo y pesada como una montaña. El niño se quedó junto al perro, observando aquello.
-Papá, ¿puedo ir a ver las otras máquinas? -preguntó el niño.
-Sí, Pedro. Pero ten mucho cuidado y no te alejes.
Las máquinas estaban paradas, así que no había ningún peligro. Al menos eso es lo que parecía.
Pedro y Toto vieron máquinas grandes y pequeñas. También había máquinas nuevas, que estaban bastante limpias, y máquinas más viejas, que estaban muy sucias, llenas de barro de tanto trabajar. Algunas eran amarillas, otras eran verdes, incluso había una de color naranja con rayas azules.
Pedro estaba tan impresionado viendo aquellas máquinas que no se había dado cuenta de que había perdido de vista a su padre. Lo llamó muchas veces, pero allí no respondía nadie. Todo estaba lleno de máquinas, pero no había ningún trabajador por allí. Era la hora del almuerzo y todos se habían ido a comer algo.
-Nos hemos perdido, Toto -dijo Pedro con muchas tristeza-. ¿Qué vamos a hacer ahora?
-Guau, guau -ladró Toto, dirigiendo su hocico hacia una casilla cercana.
-¡Buena idea, amigo! ¡Vamos! Tal vez haya alguien allí.
Cuando llegaron vieron que la casilla estaba completamente abandonada. No tenía vidrios en las ventanas y las maderas estaban podridas y desencajadas.
-Será mejor que no entremos ahí, Toto -dijo Pedro-. Parece peligroso.
De repente salió un hombrecito que había permanecido escondido detrás de la casilla. Tenía un aspecto misterioso, incluso daba un poco de miedo. Tenía los ojos pequeños, los brazos y las piernas muy delgadas y el pelo de color azul pálido. La piel parecía de color gris y tenía un larga barba que le llegaba hasta el ombligo.
-¿Se han perdido, pequeños? -dijo aquel hombre.
-Sí, no sabemos dónde estamos y no nos acordamos muy bien por dónde hemos venido -respondió Pedro.
-Grrrrrrrr -gruñó el perro, con cara de pocos amigos. Aquel hombrecito le daba muy mala espina.
-Tranquilo, Toto -dijo el niño-. Este señor nos acompañará a casa. ¿Verdad, señor?
-Claro, claro. Yo los acompañaré. Vengan conmigo. Es por aquí.
Pedro y Toto se fueron con aquel hombre tan raro. Al cabo de un rato, Pedro se dio cuenta de que llevaban mucho tiempo andando, mucho más que el que habían tardado en perderse. Pero no quería ser grosero y siguió adelante. Toto no le perdía ojo. Aquel hombrecito con cara de bicho raro no le caía bien.
El pobre Pedro no podía más y se sentó. El hombrecito le gritó que se levantara, que se iba a hacer tarde y había que hacer la cena.
¿La cena? ¿Qué tenían que ver Pedro y Toto con la cena de aquel hombre? De repente, Pedro se dio cuenta de que el hombrecito se estaba relamiendo mientras los miraba con cara de hambre.
-¡Ya voy! -dijo, mientras pensaba en el modo de huir.
Llamó a Toto y le hizo señas para que mordiera a aquel hombre mientras él le distraía. Era un juego que practicaban a menudo con un muñeco grande de trapo que le hizo su madre. El abuelo, que era policía, se lo había enseñado por si acaso algún día necesitaba defenderse.
A su señal, Toto se lanzó a las piernas flacuchas de aquel hombre, que gritó como un demonio. Pedro aprovechó para empujarlo al suelo y atarlo con unas ramas a un árbol.
-¡Soltame! -gritó el hombrecito-. Si me liberás, te prometo que te llevaré a casa.
-No confío, sos un bicho raro -dijo el niño-. Te quedarás ahí hasta que venga mi abuelo, el policía, y te detenga. No volverás a agarrar a ningún niño perdido nunca más.
Pedro y Toto se dieron la vuelta. Caminaron un rato hasta que, por fin, escucharon a alguien gritar sus nombres.
-¡Nos han encontrado!- dijo Pedro.
Pedro le contó a su papá lo que había pasado. El abuelo, que había ido a buscarlo en cuanto le avisaron, fue a capturar al hombrecito y lo metió en una cárcel especial para siempre.
El niño pidió perdón a su papá y a todo el mundo que había salido a buscarlo.
-Espero que hayas aprendido la lección, Pedro -le dijo su padre-. Si te vuelves a perder, no te muevas. Si no contesta nadie a tu llamada, espera en ese mismo sitio hasta oír a alguien. Y, por supuesto, no te vayas nunca con extraños, aunque parezcan buena gente.
-Y si es un policía o un bombero, ¿qué hago, papá? -preguntó el niño.
-En ese caso sí, Pedro. Ya ves que los policías, como tu abuelo, son buena gente. Y mirá qué cantidad de bomberos ha venido a buscarte.
-Gracias, papá, gracias a todos.
Todos se fueron a sus casas contentos por haber encontrado a Pedro y Toto sanos y salvos. Pedro aprendió la lección. Y su papá también, que no volvió a perderlo de vista nunca más.