Por el Peregrino Impertinente
Si no fuera por la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo sería el monumento más emblemático y visitado de París. Maldita sea entonces esa estructura de hierro, que de cualquier forma para lo único que sirve es para sacarse la típica foto de enamorados, justo antes de que el diabólico sodero haga de las suyas y mande todo el romanticismo a oscuras ciénagas habitadas por personajes de la talla de Cornelio Saavedra, Rodolfo el Reno y Maxi López.
Referente de la capital francesa, la hermosa obra fue mandada a construir a principios del siglo XIX por un tal Napoleón Bonaparte, luego de la resonante victoria del Ejército galo en la Batalla de Austerlitz. Una de las grandes gestas del emperador, quien así se encumbraba definitivamente como uno de los hombres más poderosos de su época. “Temblad ante mi, oh infames enemigos. Temblad como postrecito Shimmy, porque serán encarcelados sin juicio previo y con tremenda cobertura mediática, la cual anestesiará cualquier atisbo de duda por parte de la clase media: media cortada verde”, exclamó Bonaparte, en un exceso de autoritarismo que por suerte las evolucionadas sociedades del siglo XXI ya no permiten.
Amén de su importancia simbólica, el Arco del Triunfo cautiva al viajero en plena avenida de los Campos Elíseos a partir de una imponente figura, de 50 metros de alto y gran brillo, tipo Blem. En ella, destacan los nombres de las batallas más importantes en la que participaron las fuerzas “blues” hasta la fecha de construcción, el pequeño museo del interior, la tumba del soldado desconocido y esculturas que enaltecen algunos ideales de la nación europea: el triunfo, la resistencia y la paz.
Lo que también brilla, pero por su ausencia, son referencias a las múltiples matanzas de civiles y otras violaciones a los derechos humanos realizadas por los franceses en invasiones a lo largo y ancho del mundo. “Es que no nos daban los espacios”, dijo el arquitecto, un distinto.