En el extremo oriental de la bota, la ciudad es referente de un estilo arquitectónico que embelesa. Renacimiento, marcas romanas y las pistas que arroja el cercano Mediterráneo
Escribe Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Lecce es como un postre. Una delicada sobremesa que se sirve en la región más oriental de Italia, al sureste de la bota, donde el clima es templado y los paisajes de campiñas, mar y añoranzas. La referente de la región de Apulia (a menudo olvidada por los turistas que sólo hablan de Roma, de Venecia, de Sicilia y otros puntos más que conocidos) se muestra paciente. Lo hace con los muchos siglos reposándole en las arrugas, las que ofrecen un muestrario barroco de primera, al sol eterno, y que el viajero se dispone a catar.
Los resúmenes, tan perezosos en eso de las comparaciones, la llaman “La Florencia del Sur”, justamente por lo esplendido de sus ya algo citadas obras barrocas. Pero se equivocan. La ciudad, que tiene el tamaño de una Villa María y el estilo de un salón de arte, es sui generis. Lo prueba en el primer paseo, que genera suspiros con un plano iluminado en sepia, servil al aura del “vicino” Mediterráneo. El escenario fue labrado primero por los romanos, luego por bizantinos, sarracenos, normandos… y finalmente por los salentinos, quienes le dieron su perfil definitivo, amurallado y hermoso.
Ambiente a Renacimiento
Fue fundamentalmente en el rededor de los siglos XVI y XVII, época en la cual la urbe tomó las cartas entregadas por el último Medioevo y el Renacimiento. Allí emergieron algunas de las construcciones más emblemáticas. Reliquias cinceladas al mínimo detalle. Rasgo característico del Barroco, elegante, minucioso, caprichoso como es.
Al respecto, sobresalen íconos como la Chiesa di Santa Croce (Basílica de Santa Cruz, es el mejor ejemplo de la riqueza arquitectónica local), el Convento de los Celestinos, el Castillo de Carlos V (majestuosa fortaleza dedicada al rey español que supo gobernar la región durante buena parte del Siglo XVII, entonces parte del Reino de Nápoles), las diversas puertas medievales (el Arco del Triunfo es la más conocida) y el Palacio Sedile (o Del Seggio).
También hay que homenajear con la visita a otras joyas religiosas como la Catedral de Lecce (nacida en el Siglo XII) y las iglesias San Giovanni Battista (o San Juan Bautista), Santa Irene, San Nicolás y Cataldo, Santa Clara y San Matteo, por sólo nombrar algunas. Aquí y allá, por doquier, las columnas, las estatuas y los muros pardos juegan su papel trascendental.
Después, queda disfrutar del Anfiteatro Romano, construido hace casi 1.900 años en la Piazza de San Oronzo. Justo en el corazón del casco histórico, la obra remonta al paso por estas tierras de una de las civilizaciones más poderosas de la historia. Aquel hálito todavía subsiste en cada espectáculo artístico que se monta al público.
A la salida, vuelve a brotar el Mediterráneo, que en la zona lleva por nombre Adriático, y baña unas costas muy de piedra, divinas en el contexto azul y celeste, muy azul y muy celeste. Las rutas surcan colinas que apenas se curvan y obsequian corrales de piedra (la tradición viene desde los romanos), olivares, viñedos y pinares.
Es bellísima la postal, tan aislada de la Europa superpoblada. Y no hace falta separarse mucho de Lecce para volver a encontrar tanos no del todo gritones, pero sí cariñosos, familieros, hospitalarios en los gestos y la palabra. Campesinos. Y marineros, como los pueblitos que decoran la “mare blu”, y en los que el viajero se aquieta. Sentado, prueba el cordero, y las almejas, y las ostras, y el tagliatelle con mucho parmesano y aceite de oliva. También el vino, y la albaca. De este lado Italia. Del otro Grecia. Como que todo se mezcla en Apulia. En Lecce, que es como un postre.