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Vecino de la gran roca

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Vecino de la gran roca

Lindero al peñasco de 1.700 metros de altura que le da nombre, este ignoto y cautivante pueblo sorprende en varios sentidos. La marca del paisaje campero y puntano y la historia de soldados y ranqueles

Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO

El hombre viene en una chata fornida, de esas modernas que salen en las propagandas, y frena. Entonces, escoltado por el camino de tierra y el peñasco que participa en el nombre del pueblo, cuenta que sí, que acá el campo mueve mucho, que, a pesar de lo que se piensa, la soja y el trigo dan unos rindes muy buenos y que las vacas, oscuras ellas, son de las mejores del país. Un dato sorpresa, no lo tenía el viajero, quien al considerar los subibaja del camino, las rocas aquí y allá, pensaba que el suelo era caprichoso en lo de largar riquezas, y la carne de los cuadrúpedos medio porfiada, por aquello de pasarse la vida remontando relieve.

Pues primera sorpresa. La otra, la más importante, es simplemente descubrir San José del Morro. Una aldea de ¿100, 200? habitantes, que casi no sale en el mapa de San Luis (ni siquiera el Google Maps lo registra) y que muy cerca de la “frontera” con Córdoba, cautiva de la mano de su Morro (justamente), de su ambiente a lejano oeste criollo, de su historia de ranqueles peleones igual o más que la soldadesca, y de postales camperas bellísimas, con chata fornida, de esas que salen en las propagandas, y todo.  

En fin, que el ignoto pueblo se presenta como un destino insospechado, como una muy buena opción de ver cosas distintas, sobre todo si el villamariense anda por la zona, acaso encarando para San Luis capital, para Mendoza, para San Juan. Desde nuestra ciudad son unos 280 kilómetros (pasando por Río Cuarto primero).

Ya en San José (viniendo por ruta provincial 20 con rumbo a San Luis capital y pocos kilómetros antes de La Toma, hay que desviar hacia el sur en el cruce con la nacional 148, en rigor una autopista), los sabores del pago chico arremeten indómitos. Unas pocas cuadras. Acá un almacén que vende vino patero. Allá (en realidad ahí nomás), otro que ofrece un queso artesanal delicioso, la leche fresquísima, hecho en el campo mismo, igual que el salame casero (otro manjar).

Este último negocio, atendido por unos viejitos espontáneos y súper amables, como casi todo el mundo en San Luis, se asienta frente a la plaza y por ende frente a la capilla, levantada en el Siglo XVIII. Lo que hay es la esencia de la región, de una comuna nacida como posta para viajeros, comerciantes militares, religiosos y demás etcéteras en el camino que comunicaba el puerto de Buenos Aires con la zona de Cuyo y con Chile.

Por la misma cuadra principal se descubren la Casa de Alto (donde alguna vez durmió el general San Martín), el museo y el antiguo fortín. De paredes desvencijadas y aires de tensión remota, el reducto fue cuartel general de las tropas del Virreinato durante las guerras con los bravos ranqueles. Los otrora dueños de la región, los que amaron esta tierra más que ninguno, hasta ser condenados a la extinción y al triste olvido.

 

Contacto natural

A pocas cuadras de la plaza aparece el balneario, regado por las aguas de los arroyos que bajan de la montaña y, en verano, por los visitantes. A un puñado de kilómetros, la base del Morro propiamente dicho invita a contemplar la piedra y a treparla, que de eso se trata. Una caminata que sortea un desnivel de 700 metros lleva a la cima del antiguo volcán. El cráter habla por sí solo, con las puntas de roca brotando y alcanzando los 1.700 metros de altura sobre el nivel del mar.

Desde la cima, lo que se ve son campos ondulados, pastizales amarillos y sonrientes, vacas regordetas, sierras a un costado y al otro, nubes como continentes, el alma de los ranqueles. O sea, pinturas diferentes y decididamente cautivantes. O sea, San Luis.

RUTA alternativa – Avenida de Masho

Por el Peregrino Impertinente

Convidando nostalgias en el corazón de Buenos Aires, la Avenida de Mayo se presenta como una de las arterias más bellas del país y del mundo “no me digas… qué divino para atarse un par de bombas al pecho e inmolarse en hora pico”, dice un terrorista del ISIS, muy, pero muy fuera de lugar.

También conocida como “Avenida de Masho” por los porteños más porteños, esos que en la gran ciudad se mueven como pez en el agua, pero que si los llevas a la naturaleza confunden a toros bravos con seres de la mitología griega y a vacas contagiadas de virus zika con la esposa de Barrionuevo; la preciosa calle conecta Plaza de Mayo y Casa Rosada con Plaza del Congreso y el mismo Congreso de La Nación.

No es casualidad, entonces, que varios políticos argentinos de renombre paseen por la avenida diariamente. “No me digas… qué divino para atarse un par de bombas al pecho e inmolarse en hora pico”, repite el terrorista, que por un instante no nos parece tan, pero tan malo.

El lugar fue oficialmente inaugurado en el año 1894. Desde entonces, ilumina la capital argentina con su estilo elegante y señorial. Un semblante del que son culpables la gran cantidad de edificios de aires europeos que colman el área, como el Palacio Barolo, la Casa de la Cultura, el Teatro Avenida, el Palacio Vera, el Hotel Castelar o el Café Tortoni.

Justamente en una mesita de este último, se escucha a un paisano decir: “Sho shego a esta zona y se me shena la shugular de shanto, vistes”. “No me digas… qué divino para atarse…”. Ya tuvo que saltar el desubicado éste.