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Verón volvió una noche

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Verón volvió una noche

En su libro “Revivir”, el reconocido periodista nos cuenta la historia de su perro de la infancia, que sigue vivo en su recuerdo hasta el día de hoy, tan vívido como el primer momento

Un ovejero marcó la infancia del periodista (foto ilustrativa)

Por Héctor Cavagliato

Los tiempos de la década del 50 no eran de abundancia; los ingresos familiares reducidos a la jubilación de mi padre como capataz del corralón de la casa Güino, Botta y Compañía no daban para lujos.

Uno de esos lujos era tener un perro grande, un manto negro, que comía como una persona más. Si a ello le sumamos que andaba suelto y no simpatizaba con la gente que transitaba en bicicleta a quienes garroneaba a su paso, la solución no se hizo esperar: Nerón, que así se llamaba, cambió de dueño. No sé a quién se lo regaló mi padre, pero sí supe que los problemas de presupuesto y seguridad quedaron en el olvido.

Habrían pasado unos tres años de aquella despedida cuando una noche regresábamos de la Escuela Superior de Comercio junto a Evar Caffaro, un compañero que aún vive en el barrio San Martín. Era cerca de la medianoche. Nos desviamos unas cuadras para acompañar a Eglis “Chiche” Saccheto, otra alumna que esa noche no fue a buscarla su madre, doña Sara, conocida enfermera. Vivía en el barrio Rivadavia y no era aconsejable que una chica de 18 años anduviera sin compañía por esas horas. Llegamos hasta su casa en calle Ocampo y Pellegrini y emprendimos el regreso caminando por el medio de la calle, que era de tierra, porque las veredas eran oscuras y desparejas.

El silencio de la noche se rompía con nuestra charla cuando avisté en la esquina de Pellegrini y San Luis, como un granadero haciendo guardia bajo el foco de la luz, a un manto negro con sus orejas paradas y todos los sentidos mirando hacia nosotros.

Mientras más nos acercábamos, más tenía la ilusión de que fuera el inolvidable perro que regalamos.

Seguía inmóvil hasta que, cuando estaba a un par de metros no dudé más. Lo llamé: “¡Nerón!”. Y de allí a dar un salto y treparse a mí pasó sólo un segundo. Era él, era toda una fiesta, saltando alegremente mientras le acariciaba la cabeza. Mi amigo no entendía nada. Tampoco me preocupaba por explicarle que el perro me había reconocido, que me había identificado cuando me oyó hablar.

Así fuimos juntos hasta mi casa en la calle Martínez Mendoza. Mi amigo siguió de largo rumbo a la suya.

Al ingresar, mis padres dormían y los desperté anunciándoles: “Miren, tenemos visita”.

Sobresaltada, mi madre encendió la luz y Nerón fue rápido a saludarla a su manera, le lamió las manos y el rostro e hizo lo propio con mi padre.

Tras el impacto que causó la sorpresa lo llevé al patio seguro de que no se iría nunca más. Ya podíamos mantenerlo y estando dentro no molestaría más a los ciclistas. El patio estaba cercado con tapial y con tejido.

Al levantarme a la mañana fui rápido para abrazarme otra vez con Nerón. Pero no estaba. Sólo quedaba el rastro de sus patas moldeadas en un cantero preparado para sembrar achicoria. Había huido para volver a la libertad.

Pasaron los años y siempre tuve la esperanza de volver a encontrarlo; fue como si todo hubiera ocurrido en un sueño. Por eso cada vez que veo un manto negro me parece que es Nerón que vuelve a regalarme, aunque sea unos minutos, la alegría de tenerlo otra vez junto a mí.

Por eso, después de 55 años de aquel episodio, con Normi le llevamos comida casi todas las noches a la Negra, una cariñosa manto negro que es de todos y no es de nadie, pero es más nuestra que de ninguno. Es como si fuésemos sus padres adoptivos. Con cada encuentro se renueva una fiesta de amor indescriptible. Seguramente también un día sus amos, si es que los tuvo, se desprendieron de ella. Siempre nos espera en la estación de servicio Shell de la avenida Perón. ¡Qué lindo que alguien, a cualquier hora, lo espere a uno con una alegría!

“Todo llega a su tiempo. Tú y sólo tú escoges la manera en que vas a afectar el corazón de otros y esas decisiones son de lo que se trata la vida”.