Por el Peregrino Impertinente
Waterloo es una localidad pequeña y aburrida del norte europeo en la que llueve un montón y en cuyas calles no anda ni Dios después de las seis de la tarde. Por eso, y por estar en Bélgica, a nadie le extraña que cada viajero que llegue a visitarla exclame: “Pero qué ciudad más belga”.
Con todo, el llamador de este municipio de 30 mil habitantes y ningún barra brava de Almirante Brown que te rompa el parental derecho por negarte a cantar “Vamos vamos Almirante, prendamos fuego ese lindo parque”, es su legado histórico. Y es que aquí tuvo lugar la batalla de Waterloo, uno de las contiendas más famosas que se recuerden.
La misma enfrentó el 18 de junio del año 1813 a las tropas francesas de Napoleón y a las de los aliados Gran Bretaña, Prusia y los Países Bajos. El resultado fue 3 a 2 a favor de los últimos, que así se hicieron con la Copa “A ver quién la tiene más grande” y el liderato de Europa.
En realidad, tan ilustre escaramuza se libró en las afueras de la ciudad, en una zona de campiñas y praderas que a Joan Manuel Serrat le provocarían gratitud eterna, pero que a los soldados no les movió un pelo.
Los que sí le encuentran virtudes al paisaje son los visitantes, quienes además aprovechan el aura legendaria para conocer sitios que remiten al combate, como la llamada Colina del León. En la cima de ésta, descansa el máximo emblema de la victoria aliada: una gigantesca estatua de un león de hierro. Los que la diseñaron pensaron primero en un aguará guazú, pero después se dieron cuenta de que no les iba a coincidir con el nombre del cerro.
Desde 40 metros de altura, el viajero contempla el otrora campo de batalla, y piensa: “Cómo no me quede un día más en París, será de Cristo”.